Ante la demanda y lucha de las mujeres por obtener los
mismos derechos que los hombres, se levantan las voces de la resistencia que
pretenden contra argumentar indicando que no es coherente buscar por un lado la
igualdad en el trato y por otro uno deferente. Entre sus ejemplos más recurridos
encontramos el que tiene que ver con el asiento en el transporte público.
Sin embargo este tipo de resistencia no es exclusivo
de nuestra época y a efectos de ilustrarlo, transcribimos una nota publicada (en tiempos de la Revolución) en el periódico
El Nacional el 26 de julio de 1916. Antes que nada conviene resaltar que aun cuando por
aquellos entonces faltaban los míticos 52 años para que hiciera su aparición el
metro en la ciudad de México, los problemas del transporte público en las horas
pico ya eran muy conocidos para los capitalinos.
Una
señorita, cuyo nombre no recuerdo, reclamaba, días ha, desde las columnas de no
sé qué diario, el derecho de las mujeres a los asientos del tren eléctrico, a
cualquier hora y contra cualquier varón. Más cortesía y menos comodidad, decía
la señorita. Además, la reclamante juzgaba vergonzoso el espectáculo de los
trenes a la una de la tarde y a las ocho de la noche. Un Colonia Roma o un
Santa María eran, para la quejosa, la comprobación de que los hombres ya no
somos más que congéneres de Barba Azul, agraviando al mismo.
Llegado a este punto, el autor del artículo comienza a
dirigir sus baterías contra lo que él consideraba incongruencias en esta
demanda femenina.
Supongamos
que la señorita se llama Carmen Ortiz, porque necesitamos llamarla con algún
nombre. (…)
Podría
un espíritu estrecho hallar algo de incoherencia en los fundamentos de la
demanda de Carmelita. (Perdón por la prematura confianza que voy gastando: mi
confianza nace de mi simpatía.) La señorita Ortiz reclama, unas veces, porque
tiene igual derecho que el hombre, porque la liberación de la mujer ha sido ya
lograda por el progreso, porque el cerebro de cualquier mujer pesa lo mismo, o más,
que el del presidente Poincaré...
Otras
veces Carmelita (mi respetuosa admiración me obliga a pedir perdón de nuevo)
quiere el asiento del tren simplemente porque es mujer. No seré yo quien
discuta un título que toma su fuerza en la galantería, y menos tratándose de la
señorita Ortiz, que tanto sabe, y cuya belleza no se ha de frustrar con sus
hábitos políticos. Pero su otra argumentación, la jurídica, ¿no es deleznable?
¿Cómo podrá Carmelita desalojar de su asiento a un gordo o a un flaco, si
existe la teoría del primer ocupante? El flaco y el gordo retorcerían el
argumento de la igualdad de derechos, como se dice en la dialéctica escolástica,
que, de fijo, es desdeñada por la competencia de la muy avanzada Carmelita.
Y al concluir su nota, el articulista expone con un
dejo de ironía sus resistencias ante el feminismo.
No
agrada, ciertamente, la confusión de los géneros. Produce un malestar orgánico
ver que en la sopera nadan el pacto social y el desarme universal. El
casamiento de la plancha, aunque sea eléctrica, con don Benito Pérez Galdós, no
augura buen suceso. Ni se mira muy en su sitio el dedal sobre la uña de un
anarquista. Por todo esto, convendría que se deslindasen los campos antes de
exigir el asiento de un tren pletórico. Las damas que se limitan a su precario
sexo prosperarán al reclamar, si algún día reclaman. Porque su sexo precario es
también su encanto y su firme supremacía. Las damas que se nivelan con los caballeros
no deben temer que el nivel se descomponga por asiento más o por asiento menos,
pues tal temor sometería al feminismo a contingencias ruines. A contingencias
de tren eléctrico...
No es un detalle menor que el autor de estas notas sea
nada menos que el poeta Ramón López Velarde.
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