martes, 12 de enero de 2016

El tiempo pasa, los argumentos quedan


Ante la demanda y lucha de las mujeres por obtener los mismos derechos que los hombres, se levantan las voces de la resistencia que pretenden contra argumentar indicando que no es coherente buscar por un lado la igualdad en el trato y por otro uno deferente. Entre sus ejemplos más recurridos encontramos el que tiene que ver con el asiento en el transporte público.

Sin embargo este tipo de resistencia no es exclusivo de nuestra época y a efectos de ilustrarlo, transcribimos una nota publicada (en tiempos de la Revolución) en el periódico El Nacional el 26 de julio de 1916. Antes que nada conviene resaltar que aun cuando por aquellos entonces faltaban los míticos 52 años para que hiciera su aparición el metro en la ciudad de México, los problemas del transporte público en las horas pico ya eran muy conocidos para los capitalinos.

Una señorita, cuyo nombre no recuerdo, reclamaba, días ha, desde las columnas de no sé qué diario, el derecho de las mujeres a los asientos del tren eléctrico, a cualquier hora y contra cualquier varón. Más cortesía y menos comodidad, decía la señorita. Además, la reclamante juzgaba vergonzoso el espectáculo de los trenes a la una de la tarde y a las ocho de la noche. Un Colonia Roma o un Santa María eran, para la quejosa, la comprobación de que los hombres ya no somos más que congéneres de Barba Azul, agraviando al mismo.

Llegado a este punto, el autor del artículo comienza a dirigir sus baterías contra lo que él consideraba incongruencias en esta demanda femenina.

Supongamos que la señorita se llama Carmen Ortiz, porque necesitamos llamarla con algún nombre. (…)
Podría un espíritu estrecho hallar algo de incoherencia en los fundamentos de la demanda de Carmelita. (Perdón por la prematura confianza que voy gastando: mi confianza nace de mi simpatía.) La señorita Ortiz reclama, unas veces, porque tiene igual derecho que el hombre, porque la liberación de la mujer ha sido ya lograda por el progreso, porque el cerebro de cualquier mujer pesa lo mismo, o más, que el del presidente Poincaré...
Otras veces Carmelita (mi respetuosa admiración me obliga a pedir perdón de nuevo) quiere el asiento del tren simplemente porque es mujer. No seré yo quien discuta un título que toma su fuerza en la galantería, y menos tratándose de la señorita Ortiz, que tanto sabe, y cuya belleza no se ha de frustrar con sus hábitos políticos. Pero su otra argumentación, la jurídica, ¿no es deleznable? ¿Cómo podrá Carmelita desalojar de su asiento a un gordo o a un flaco, si existe la teoría del primer ocupante? El flaco y el gordo retorcerían el argumento de la igualdad de derechos, como se dice en la dialéctica escolástica, que, de fijo, es desdeñada por la competencia de la muy avanzada Carmelita.

Y al concluir su nota, el articulista expone con un dejo de ironía sus resistencias ante el feminismo.

No agrada, ciertamente, la confusión de los géneros. Produce un malestar orgánico ver que en la sopera nadan el pacto social y el desarme universal. El casamiento de la plancha, aunque sea eléctrica, con don Benito Pérez Galdós, no augura buen suceso. Ni se mira muy en su sitio el dedal sobre la uña de un anarquista. Por todo esto, convendría que se deslindasen los campos antes de exigir el asiento de un tren pletórico. Las damas que se limitan a su precario sexo prosperarán al reclamar, si algún día reclaman. Porque su sexo precario es también su encanto y su firme supremacía. Las damas que se nivelan con los caballeros no deben temer que el nivel se descomponga por asiento más o por asiento menos, pues tal temor sometería al feminismo a contingencias ruines. A contingencias de tren eléctrico...

No es un detalle menor que el autor de estas notas sea nada menos que el poeta Ramón López Velarde.

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