martes, 16 de febrero de 2016

Hecha la ley, hecha la trampa


Para hacer posible la convivencia toda sociedad requiere la existencia de un cuerpo normativo adecuado. Y aún reconociendo que en este ámbito hay mucho por hacer, por falta de leyes -según lo reseña Sara Sefchovich- por falta no va a ser la cosa.

Además de crear instituciones y oficinas de todo tipo y de favorecer el crecimiento de la burocracia, lo que más se hace en México son leyes. Existe entre nosotros la convicción, heredada de la era colonial con sus costumbres españolas y de los liberales decimonónicos con sus ideas francesas, de que ésa es la manera de hacer que las cosas funcionen. Ya en el siglo XVI el fraile Diego de Durán escribió: "¿En qué tierra del mundo hubo tantas ordenanzas de república, ni leyes tan justas ni tan bien ordenadas, como los indios tuvieron en esta tierra?" Por eso durante todo el siglo XIX y hasta el día de hoy, nuestros Congresos se dedican con fruición a ello.
Y entonces resulta que hay leyes para todo lo imaginable: para garantizar el derecho de los mexicanos a la salud, la educación, la alimentación, el trabajo, ¡hasta para garantizar el derecho a la cultura! Leyes para todo lo que se pueda concebir y desear: que por la responsabilidad social de las empresas, que para el apoyo a los pequeños y medianos productores y comerciantes, que para proteger a los trabajadores, que para erradicar la violencia intrafamiliar, que contra la pornografía infantil, que contra las adicciones, que en favor de los derechos de los niños y de los adolescentes, que contra la delincuencia organizada, que para defender a los animales, que para cuidar el medio ambiente o los bienes nacionales o la seguridad. Y por supuesto, también leyes para enfrentar situaciones novedosas: ¿que aparece una guerrilla en Chiapas? Se crea una Ley para el Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna, ¿que el terrorismo amenaza al país? Se crea una ley que prohíbe "el financiamiento, la planeación y la comisión de actos violentos de grupos extremistas en el territorio".


Pero este trabajo realizado por el poder legislativo -respondiendo a las obligaciones que le atribuye la división clásica republicana- es desdeñado por el cancionero popular que, cuando la fiesta se pone buena, reivindica la monarquía. Guillermo Sheridan alude a ello


(…) esa canción definitoria que se llama El rey. (…) una digresión sobre teoría económica (“con dinero y sin dinero”) y una magra reflexión sobre el problema del voluntarismo moderno (“hago siempre lo que quiero”). Ahí, de pronto, aparece la frase iluminadora:
“…y mi palabra es la leeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeey!”
(…) “Mi palabra es la ley.” He ahí la clave de los problemas nacionales. ¿Cómo que “mi palabra es la ley”? ¿Qué no se supondría que nuestra palabra es la ley? ¿Cómo puede ser que alguien pueda cantar así, públicamente, tal aberración moral, no sólo sin ser amonestado sino hasta siendo aplaudido? ¿Cómo podía ser que los testigos, lejos de censurarlo y llamarlo a enmienda, manifestaran su acuerdo con estruendosos ayayays?
“¡Mi palabra es la ley!” La cabal síntesis de la dictadura. Todo se entiende: éste rellena ánforas porque mi palabra es la ley; a aquel lo maté porque mi palabra es la ley; éste va en sentido contrario, no da recibos, no hace cola, tiene tres esposas (golpeadas), toca el claxon a las tres de la mañana porque mi palabra es la ley; ese otro prohíbe minifaldas y acosa gays porque mi palabra es la ley; éste cierra la calle porque mi palabra es la ley; el de más allá roba dinero del erario porque mi palabra es la ley, etcétera.


Claro está que las responsabilidades en relación a ello no son parejas porque depende del ámbito de poder que ejerce cada quien.


Resulta obvio entonces que la existencia de normatividad no conduce necesariamente a su debida observancia, de tal manera que en todos lados existe una distancia considerable entre lo que establece la norma y lo que sucede habitualmente. En nuestra realidad -y desde tiempos de la Colonia es sabida la forma de que “se acata pero no se cumple”- la distancia entre norma y realidad suele ser escandalosa; al respecto, señala Sefchovich


Total, crear leyes es fácil, al fin que lo de menos es lograr que se cumplan.
Quizá por eso con todo y el derecho inalienable al trabajo, hay millones de desempleados y con todo y el derecho a la alimentación, a la salud y a la educación, millones de ciudadanos no tienen acceso a nada de eso y con todo y la responsabilidad que tienen las empresas para mejorar la calidad de vida de sus trabajadores, éstos siguen ganando salarios miserables, no cuentan con prestaciones y tienen horarios de trabajo de verdadera explotación y con todo y Ley de Protección a los Animales, montones de perros cuelgan vivos de pechas en restoranes chinos que consideran que entre más sufren esas criaturas más afrodisiaca es su carne y ni qué decir del maltrato brutal que se les da en las perreras, pomposamente llamadas Centros de Control Canino y con todo y la ley que prohíbe el terrorismo vuelan instalaciones de Petróleos Mexicanos y con todo y la nueva y flamante Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia hay millones de esposas maltratadas a las que nadie defiende.


En teoría, y todo parece indicar que solo en teoría, la ley debe ser cumplida por todos y su violación implica sanciones que aplican sin excepciones. Muy otra –nuevamente recurriendo a Sefchovich- es la realidad. “Pero, por extraño que parezca, en México no es así, las leyes ni son obligatorias ni son parejas para todo mundo. No son obligatorias porque aquí la consigna es la de Benito Juárez: con los amigos la benevolencia, con los enemigos la ley. Y no son parejas porque dependiendo el tamaño del sapo, así es su aplicación.”


Existe –y por supuesto que ello no sucede exclusivamente en México, lo que no le quita gravedad al tema- una formación antidemocrática desde las primeras etapas de la vida (en otra ocasión ya nos hemos referido a ello  http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2013/04/los-juegos-de-la-democracia.html)  Así no es de extrañar que con el paso del tiempo, la justicia asimétrica, las prebendas del compadrazgo y los resultados del lobby sean vistos como acciones naturales.


No es cosa fácil someterse voluntariamente a las condiciones de paridad que exige la vida democrática. Con frecuencia para nosotros aplicamos criterios más laxos que permiten comportamientos de excepción que cuando los vemos en otros  no dudamos en censurar. No son pocos quienes evaden impuestos pero al mismo tiempo quisieran que los otros los paguen; aquellos que incumplen normas de circulación vehicular que esperan que los demás observen; los que tiran basura en la calle pero desean vivir en una ciudad limpia.


Los resultados están a la vista.

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