Cada
vez se hace menos referencia a su existencia, todo parece indicar que los cándidos constituyen una especie en vía
de extinción. Tan es así que en caso de preguntar a los jóvenes a quiénes alude
esta palabra, muchos seguramente no tienen ni idea y es posible que los pocos
que lo sepan tengan un concepto negativo en relación a ellos: una más de las
categorías que forman parte del gremio de los perdedores.
Hubo
otros tiempos. Max Aub salía en su defensa en un artículo publicado el 7 de diciembre
de 1951 bajo el título de “Elogio de la candidez”.
Lo cándido es lo blanco, lo inmaculado, lo que no tiene
tacha. Lo cándido es lo sencillo, lo simple. La gente –siempre mal pensada- ha
dado en emparejarlo un tanto con lo bobo, y ¡qué lejos de la verdad! (…) Ámbito
de bienaventuranza, inalcanzable a la tristeza del ser humano. Cándido es el
que cree, el cándido es un ser feliz para quien todo es real y verdadero en un
reino sin dudas y sin sombras. Es el ardor primero, la mirada abierta, la
sencillez de las cosas: un hálito de Dios. (…)
Generalmente -¡qué difícil escapar de la palabra
“general”, hablando de candidez!- no suele persistir más allá de los primeros
pasos que se dan en la vida, sino en muy contado número de ilusos, que son los
seres más felices de esta tierra, porque se contentan con creer que ya tienen
en la mano lo que no es más que el fruto de su imaginación. No sienten la
necesidad del disimulo y la precaución que está, más allá o más acá, de su
grandes; y no es sino la prueba de que viven en el limbo: ese lugar encantador
que -¡quién sabe por qué!- tiene tan mala prensa. El candor es de inocentes:
otra palabra absurdamente desprestigiada.
Max
Aub considera que además de diferenciar al cándido del bobo también conviene
deslindarlo del ingenuo.
El cándido no es el ingenuo –porque el ingenuo puede
dejar de serlo, y el cándido lleva una impronta azul celeste en el alma, que no
hay quien se la borre-. (…) Su confianza en la buena fe de los demás es
invencible, porque nace de esa franqueza simpática que en él es instintiva, por
lo que suele ser, ante todo, un optimista.
Y
más allá de las amargas experiencias que pueda haber sufrido –siempre según lo
afirmado por Aub-, el cándido está dispuesto a volver a confiar. “El mal que le
hacen los demás le molesta, le enoja, le descorazona, pero no le abre los ojos.
Se lamenta de la perversidad de la que acaba de ser víctima, pero si se le
sonríe vuelve a confiarse, a entregar su corazón y nuevas armas contra él
mismo.” Y concluye en que “las almas bajas, estrechas, los espíritus
calculadores, los astutos desprecian a los cándidos, tienen en menos a la
candidez”.
Así
las cosas todo parece indicar que el triunfo indiscutible que han obtenido los
avispados, lúcidos y descreídos ante los cándidos, está teniendo costos
sociales muy severos. Y es por ello que es posible añorar a los cándidos,
aquellos a quienes Aub identificaría como almas altas.
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