No es mala combinación: música y humor
en múltiples ocasiones entrecruzan sus caminos. Y por supuesto que en este tema
no puede faltar Jorge Ibargüengoitia quien criticaba a la Orquesta Sinfónica
de México, dirigida por el maestro Carlos Chávez, el sonido desafinado de los
metales.
En mi juventud culterana siempre me
asombraba lo mal que tocaban los metales en la Orquesta Sinfónica
de México que dirigía Chávez. En la quinta de Chaikovsky -que no faltaba en
ninguna temporada- hay un solo de no sé qué, algún metal, que salía tan mal que
costaba trabajo aguantar las carcajadas. Los violines, en cambio, eran mucho
mejores.
El mismo Ibargüengoitia explicaba, con
su habitual sentido del humor, la causa de dicho problema.
Yo siempre he atribuido este fenómeno a
que en México todos queremos ser -o cuando menos queremos tener esperanzas de
llegar a ser- concertistas. Como hay más conciertos para violín y orquesta, que
para trombón y orquesta, hay más niños que estudian violín que los que estudian
trombón. Esto a la larga produce una escasez de trombonistas y obliga al
director a echar mano del primero que se presenta, con los resultados antes
anotados.
A este respecto no faltan situaciones
jocosas, como la referida por Ismael Aguayo Figueroa y que tiene como
protagonista a uno de los locutores radiales más connotados de la ciudad de
Colima.
Arturo Isáis Galván es uno de los
personajes del mundillo microfónico de Colima más conocidos y estimados.
Locutor de añeja trayectoria en XERL, la primera estación transmisora comercial
que tuvo Colima, y que fundó un hombre recordado con cariño por su
extraordinario dinamismo y su innata calidad humana, Roberto Levy Rendón;
Arturo, pese a sus frecuentes lapsus linguae, a sus pintorescas
exclamaciones y sus no pocos atentados al idioma, al que por lo menos apuñala a
mansalva diez veces diarias, se ha ganado a pulso un enorme auditorio,
especialmente en la extensa zona rural que cubre la estación de sus amores en
Colima, Jalisco y Michoacán, con el programa “Amanecer ranchero”, escaparate de
“corridos”, “norteñas”, “boleros rancheros” y otras ríspidas melodías de sabor
campirano que Arturo dedica a su fiel auditorio, correspondiendo con ello a su
copiosa correspondencia particular, intercalando locuciones como estas:
¡Échale, échale, compadre!
¡Ora, mi Cuco Sánchez, no le aflojes!
¡Comadre, á’i te va esa! ¡Ya levántate y
caliéntale el tamal a mi compadre!
¡Arriba, mujeres, a atizar el fogón!
¡Fíjate dónde pisas, compadre, si está
lloviendo, porque si no, boinas, don Cuco, azotó la res!
(…) en cierta ocasión, a las tres de la
tarde, estando transmitiendo un programa de música clásica, anunció la hermosa
sinfonía “Romeo y Julieta”, de Tchaikovsky. Principió a escucharse la melodía,
pero, invadido Arturo por la nostalgia de su “Amanecer ranchero”, sin más ni
más animó al célebre compositor ruso:
-¡Échale, échale, Chacósqui!
Otro caso, realmente desopilante, lo
describe Antonio Lomelí Garduño y tuvo lugar en el estado de Guanajuato.
Durante el II Centenario de Beethoven, la Sinfónica de Guanajuato
llevó a cabo un recorrido artístico por toda la Entidad , a efecto de
difundir entre las masas populares la música del gran genio. Y estando la Sinfónica en
Pueblonuevo, un modesto municipio de Guanajuato, al término de un concierto en
el jardín central, se acercó al director, José Rodríguez Frausto, un hombre del
pueblo con signos de haber ingerido alcohol. Era el bohemio de los ejidatarios.
—¿Me puede usted indicar quién de
ustedes es ese Beethoven? Me ha gustado su musiquita y deseo invitarle una
copa.
Tomó Rodríguez Frausto la pregunta con
espíritu festivo y, dadas las condiciones del lugareño, pensó seguirle la
corriente. Reparó entonces en que todavía se hallaba sentado en la segunda fila
de bancas un amigo suyo de Irapuato, y muy serio le contestó a nuestro hombre:
—Allí lo tiene usted. Es ese señor
gordito y de anteojos.
Dirigióse el bohemio al señalado, quien
habiéndose dado cuenta de que algo partía de su amigo, recibió con aplomo
humorístico la nueva interrogación:
-¿Con que usted es don Beethoven? Pues
lo felicito porque no está tan mala su musiquita. ¿Quiere aceptarme una copa?
—Mire, amigo —repuso el invitado— le
agradezco el honor, pero yo nunca bebo menos de cinco.
—Mejor que mejor —exclamó nuestro
hombre—. Le invito todas las que quiera, ¡pero me autoriza a ponerle letra a su
corrido!
Por su parte, José Alfredo Páramo
comenta un enojoso incidente que tuvo lugar durante un concierto de la Orquesta
Filarmónica de la Ciudad de México; su final risueño amerita incluirlo en estas
líneas.
Durante la interpretación de la Cuarta Sinfonía , Romántica, de Bruckner, dirigida por
Sergio Cárdenas al frente de la
Filarmónica de la
Ciudad de México, repiqueteó en diversas ocasiones un
teléfono celular.
En el intermedio, José María Álvarez
salió al proscenio del Auditorio Silvestre Revueltas del Conservatorio Nacional
de Música y con un malestar moderado por la diplomacia y la cortesía, explicó
por qué deben desconectarse teléfonos, alarmas y localizadores en una sala de
conciertos.
Con el tacto más exquisito pero con
firmeza, pidió al público que apagara sus teléfonos móviles, con el fin de que
pudiera transcurrir sin contratiempos la segunda parte del programa, formada
por “Preludio y muerte de amor” de Tristán
e Isolda y la Obertura
de Tannhäusser.
Durante los compases iniciales de la
primera obra wagneriana, volvió a sacudir al auditorio el timbre del celular
del mismo delincuente que había entorpecido el timbre del celular del mismo
delincuente que había entorpecido la música de Bruckner.
Y lo que fue peor: el celularópata tuvo la inverecundia de
responder:
-¡Bueno! Sí, soy yo… no te escucho bien,
¿adónde dices que debo ir?
Luis Pérez Santoja –erudición y
melofilia extremas-, quien estaba cerca del impertinente, se apresuró a
responder:
-A tiznar a tu madre.
No volvió a sonar el teléfono.
Al término del concierto, el hombre
salió corriendo del auditorio. Nadie supo si quería evitar un refrendo de la
mentada, o se disponía a cumplir la orden de Luis.
Por último recuerdo que hace años, no sé
si siga existiendo en el presente, una estación de radio tenía un programa
conocido como “la hora de los ardidos” y en el que se emitían canciones que permitían
sufrir a gusto con melodías que daban cuenta de las heridas propias en cuestiones
de amor. Ejemplo de ello estos fragmentos en voz de los diferentes intérpretes
citados
No, no no.
Aunque me juraras
que mucho has cambiado,
para mí lo nuestro
ya está terminado.
No me pidas nunca
que vuelva jamás.
(Armando
Manzanero)
Se me olvidó otra
vez
que habíamos
terminado.
Que nunca
volverás,
que nunca me
quisiste,
se me olvidó otra
vez
que sólo yo te
quise.
(Juan
Gabriel)
La vida es la
ruleta
en que apostamos
todos,
y a ti te había
tocado
nomás la de ganar,
pero hoy tu buena
suerte
la espalda te ha
volteado.
Fallaste corazón,
no vuelvas a
apostar.
(Cuco
Sánchez)
Pues bien, se dice que luego de escuchar
una de estas canciones para ardidos, una
ex dolida comentó: “como ya no me duele, ya no me sabe”.
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