Una de las formas extremas de violencia
y denigración es la tortura. La víctima queda marcada por ella y, claro está
que de otra manera, el torturador también. Hace algunos años el monopolio de la
misma lo tuvieron diversas instancias que actuaban como fuerzas de seguridad de
estados totalitarios o fallidamente democráticos. Actualmente también la
ejercen sicarios al servicio de los cárteles en el entorno del llamado crimen
organizado.
Las historias de este artículo tienen que
ver con la tortura ejercida desde el estado. Muy difícil, si no imposible,
entender la lógica con que se mueve el torturador. Marcos Ana,
el preso que permaneció más tiempo privado de su libertad en tiempos del
franquismo, presenta tu testimonio.
El sádico. En una ocasión, durante uno
de mis interrogatorios, se presentó un tipo muy bien vestido y acicalado, de
unos cuarenta años, y los policías dejaron su tarea para saludarle alegremente
como a un viejo conocido. Conversaron unos minutos y después el recién llegado
se volvió hacia mí, me miró con odio y dijo:
-¿Éste es el hijo de puta de turno?
Y sin una palabra más se quitó la
chaqueta, se aflojó la corbata y la emprendió a golpes conmigo. Me asestó una
patada en mis partes y caí al suelo retorciéndome de dolor y siguió pateándome
los costados, el rostro, pisándome las manos, con una violencia vesánica. Media
hora después, saciada su rabia, se sentó en el borde de una mesa con la
respiración entrecortada, se secó el sudor, se puso la chaqueta, bebió un vaso
de agua y salió de la habitación, hablando con dos de los policías,
tranquilamente, como si lo ocurrido fuera lo más natural del mundo.
Se quedó conmigo el policía que hacia “de bueno” y trató de excusar lo sucedido.
-¡Pero si yo a este hombre no le conozco
de nada!
-Ni él a ti tampoco. Es una buena
persona, pero estuvo preso en la Cárcel Modelo , se salvó por milagro de
Paracuellos y viene aquí de vez en cuando a desahogarse con algún detenido. Y
hoy te ha tocado a ti.
A partir de este hecho, Marcos Ana
profundiza en el comportamiento humano y en el sadismo del torturador.
Recordar hoy este insólito episodio me
lleva a una reflexión sobre la conducta del ser humano. Que este hombre fuera a
la comisaría dos o tres veces por semana, fríamente a ensañarse con un
detenido, que ni siquiera conocía, como el que va al gimnasio o a jugar al
golf, es de un sadismo enfermizo y degradante.
El otro caso tuvo lugar en Chile durante
la dictadura de Pinochet y salió a la luz en oportunidad de elaborarse -durante
la presidencia de Ricardo Lagos- un informe de lo sucedido en aquellos años
aciagos y de ello da cuenta una nota de prensa.
Leyendo
el informe de la tortura, Ricardo Lagos recordó un caso que sucedió en Chile
hace un puñado de años. Gustavo Molina, un médico chileno de prestigio, fue
detenido por los golpistas después del 11 de septiembre de 1973. Durante varios
días fue torturado religiosamente de acuerdo con el horario administrativo, de
nueve a una, descanso para almorzar, de 14.00 a 17.30, y así hasta el día siguiente. En
uno de los descansos, el torturador le preguntó a Molina: “Doctor, aprovechando
que usted es médico, quizá pueda explicarme qué me pasa. Tengo unos dolores muy
molestos aquí, en el costado. ¿Qué puede ser?”. El doctor le contó a Lagos
aquel episodio. “No lo podía creer”, recuerda el presidente. “Gustavo”, le
dije. “Eso tienes que contarlo, porque habla de la disociación del ser humano,
de la personalidad del torturador”.
Parece esperable que quien fue sometido
a tortura, con el vejamen y denigración que ello supone, al salir de prisión lo
haga cargado de odio y sentimiento de venganza pero muchas veces no es así.
Volvamos al testimonio de Marcos Ana.
Yo creo que desde tu propio dolor es más
fácil comprender el dolor de los otros. Todo en la vida es una enseñanza. Yo
conocí como tantos compañeros, la pérdida de la libertad, sufrí la tortura,
viví al borde de la muerte, cometieron conmigo las más humillantes vejaciones.
Podía haberme convertido en una bestia llena de odio. Pero, al contrario, mi
experiencia personal me llevó a la conclusión de que nunca sería capaz de
ejercer la violencia contra nadie. Precisamente porque la he sufrido.
Pese a mi largo cautiverio, no salí
marcado por el resentimiento y en todas mis actuaciones públicas y políticas,
en mis poemas, en mi vida, el amor a la libertad aparece siempre ligado al amor
a España y la reconciliación de sus hijos, a la necesidad de acabar con las
consecuencias extenuadoras de la guerra civil:
Hay que frenar la noria trágica de
España, aunque tengamos que poner de calzo el corazón para lograrlo.
La venganza no es un ideal político ni
un fin revolucionario. Yo quiero el triunfo de la democracia para acabar con el
odio y el fratricidio, para que todos los españoles podamos vivir
pacíficamente, coincidir o discrepar en la defensa de nuestras ideas sin tener
que degollarnos los unos a los otros. Ya se ha derramado bastante sangre en
España.
La democracia debe traernos la libertad
y la seguridad a todos los españoles.
La única venganza a la que yo aspiro es
a ver triunfantes un día los nobles ideales por los que he luchado y por los
que miles de demócratas y antifranquistas perdieron su vida o su libertad.
En esta misma línea transcurre lo que
comenta José Pepe Mujica quien pasó
muchos años en prisión en condiciones inhumanas y posteriormente llegó a ser
presidente de Uruguay.
A
veces me doy cuenta que no me entienden, porque como estuve preso y tirado en
los aljibes, parece que tendría que ser un tipo lleno de cuentas para cobrar, y
como no las tengo, algunos se calientan. Yo no tengo cuentas para cobrarles a
los viejos y menos lo voy a hacer con las generaciones que
vinieron después porque no tienen nada que ver con los disparates que se
hicieron en el pasado. Comprendo que haya otras maneras de ver las cosas, pero
esta es la mía.
Y
podrían seguir muchos testimonios en este sentido, entre los que el de Nelson
Mandela debería ocupar un lugar relevante.
Nada fácil debe ser el encuentro años
después, una vez concluido el período dictatorial, entre el torturado y el
torturador. Según cuenta Carlos Franz la actual presidente de Chile llegó a
vivir en el mismo edificio que su torturador.
Michelle Bachelet se encontraba con
frecuencia, en el ascensor del edificio de Santiago donde vivía, con el que fue
su torturador. El hombre se miraba la punta de los zapatos mientras duraba el
ascenso o descenso en la caja del ascensor, y ella buscaba su mirada para
demostrarse a sí misma que no le tenía miedo. El asunto parece el argumento de
una obra de teatro, como La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman. Pero
no, no es ningún invento; es parte de la realidad esquizofrénica y a la vez
integrada que el Chile de hoy heredó.
¡Qué difícil después de atravesar
tiempos de violencia y horror como los aquí consignados, volver a construir una
sociedad en que la convivencia sea posible!
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