Los niños trabajadores
son multitud. En las ciudades se los ve limpiando parabrisas, vendiendo
chicles, limpiando baños, empujando diablitos
en los mercados, trabajando en condiciones de mendicidad mientras recogen
los centavos para el músico que puede ser su padre, su tío o –en algunos casos-
alguien que rentó al niño para que lo acompañe en su jornada laboral. Y son
muchas las organizaciones que denuncian tanto la existencia de niñas y niños
sometidos a la explotación sexual como de quienes son brutalmente afectados por
el tráfico de órganos.
Difícil olvidar la
mirada fija y oscura de niños amarrados a la espalda de sus madres mientras
ellas trabajan en los cruceros. Allí están, como joroba amorosa, a todas horas,
al sol inclemente o al frío severo. Niños postergados, olvidados, vilipendiados
por la sociedad y que tienen (tanto niños comos sociedad) un futuro de
pronóstico reservado. Son esos niños que junto con muchos otros -tal como anota
Renato Leduc- no tienen Reyes.
Yo vivía en un edificio de la calle de
Artes, y una mañana de un día de Reyes, le pregunté con mi mayor dulzura a una
de las hijas de los porteros:
“Mariquita, ¿qué te trajeron los Reyes?”
La mocosa, que no tenía más de seis años
y no levantaba del suelo más allá de un metro, me contestó con la mayor
ingenuidad del mundo:
“Ay señor Renato, ¿usted es o se
hace?... ¿Qué acaso no sabe que esos cabrones nomás les traen juguetes a los
niños ricos y que de nosotros los jodidos nunca se acuerdan?”
También
están los niños que trabajan en el campo. Muchos son de origen sureño y acompañan
a sus padres en la marcha hacia el norte; estos migrantes cuando llegan a
destino extrañan su comunidad, lengua, costumbres y viven en condiciones de
hacinamiento.
Hace algunos años por razones accidentales llegué a un campamento de trabajo agrícola en el valle de Mexicali. Allí vivían aproximadamente 700 personas que se ocupaban de la recolección del cebollín, la jornada daba inicio a eso de las 7 de la mañana para culminar aproximadamente a las 17 hr. Durante el verano en estos campos la temperatura puede alcanzar los 45 grados, el calor resulta insoportable. Una pequeña pero persistente brisa es suficiente para permitir que a lo largo de la jornada laboral vuele tierra con los problemas de salud que ello implica. En algunos campos, me comentaron, las avionetas fumigan con productos tóxicos.
Allí estaban todos los integrantes de la familia trabajando sentados en el suelo. Ancianos, adultos, mujeres con embarazos avanzados, jóvenes. Los más pequeños eran unos cuantos bebés con el dudoso privilegio de estar durante toda la jornada laboral, en una sillita o bien sobre una tela tendida en el campo, ocupados con algún viejo juguete.
A partir de los siete u ocho años, las niñas y niños comienzan a laborar. En muchos casos sus rostros reflejan una tristeza impropia para su edad, niños con miradas de adultos (desanimados). Por supuesto que en la lista de jornaleros no figuran niñas y niños porque legalmente no pueden laborar. En algunos lugares se les paga el equivalente a 15 pesos diarios (lo que equivale a menos de un dólar). Los capataces de estos campos de trabajo se incomodan cuando llega el visitante y mucho más aún cuando pregunta o pretende tomar fotos.
Pocas veces como en esos campos de trabajo
sentí que la realidad rompía mis ojos pero confieso con vergüenza que luego mis
ojos fueron olvidando aquello. Difícil luchar contra la propia ceguera o
intentar que los ojos no dejen de tener memoria. Triste pero frecuente que la
mirada se vaya acostumbrando a lo que jamás debería.
Esther Padilla, quien trabaja en un
programa de la Secretaría de Educación Pública que pretende la escolarización
de niños jornaleros en diversas zonas del país, me comentó que Jesús es uno de
estos niños que trabaja en la cosecha de jitomate. Su función es recolectarlos
en cubetas para después vaciarlos a cajas. Cuando le preguntaron cuántas cajas
llenaba al día, respondió: “Cuando no veo estrellitas lleno cinco o seis cajas,
pero cuando las veo me caigo y ya no puedo seguir hasta que me despierto”.
Me ha tocado tener
como compañeros de vuelo con rumbo al norte a niños que van a Cd. Juárez, a
Tijuana, a Mexicali, a Hermosillo, con la esperanza de pasarse para el otro
lado. Llevan ropa de estreno, una cachucha con el logo de algún equipo de béisbol.
Viajan con dosis equivalentes de temor y esperanza. Tan chicos y ya son
depositarios de la confianza de su familia, que con enorme esfuerzo juntó unos pesos
para enviarlos al otro lado. Cuando llegan al aeropuerto de destino tienen que
pasar por la mirada escrutadora de agentes de migración connacionales que los
ven, al decir de Gabino Palomares, “como extraños por su tierra”.
Y si asiste razón a
quienes dicen que el futuro de una sociedad se puede pronosticar por el tipo de
vida que la misma ofrece a sus niños, empecemos a temblar. Y lo que es más
importante, hagamos algo para cambiar esta incalificable situación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario