Para poder vender más pasajes, las
compañías de aviación han resuelto reducir el espacio de cada asiento con las
incomodidades que ello significa. A la hora de documentar hay un molde que
muestra las medidas máximas del equipaje de mano (que en caso de exceder esas
dimensiones deberá documentarse). Pero no deja de ser curioso que hasta el
momento no exista un molde de asiento que advierta acerca del tamaño máximo del
pasajero con la consiguiente advertencia: “si usted excede esta medida le
sugerimos que por su propio bien y el de sus compañeros de asiento, procure
otro medio de transporte para llegar a su destino”.
A lo anterior habría que añadir las circunstancias
que añada el azar: la cantidad de niños llorones en cabina, la antipatía que a
veces esgrime la tripulación, las turbulencias propias de las condiciones en
ruta, etc. Obviamente que cuando más largo es el vuelo, mayor el sufrimiento; el
poeta Hugo Gutiérrez Vega da cuenta de las vicisitudes propias en un viaje que
hizo de México a Madrid.
Sin exagerar, tal vez coloreando un
poco, les voy a contar mi última experiencia iberiana: mes de agosto, avión
casi lleno de turistas con grandes sombreros, sarapes y muñecas vestidas de
tehuana; azafatas tan mal encaradas que daba verdadero pavor pedirles algo (han
establecido un régimen de terror que les permite no ser molestadas por los
pasajeros durante el vuelo), azafatos agrios y mandones, un comandante incapaz
de comunicar algo a los siervos de la gleba; pantallas de televisión que nunca
se prendieron, asientos diseñados por un dominico de Trento, un conjunto de
niños que lloraban sin parar, una señora gorda atrapada en el minúsculo baño y
horas, muchas horas de vuelo en las que se puede, para nuestra fortuna, leer un
buen libro, siempre y cuando las turbulencias atlánticas no te lo arrebaten de
las manos. A mi lado iba un señor que trasegó un par de ativanes y roncó como
un bendito durante todo el vuelo. Me dio envidia y estuve a punto de pedirle
una pastilla, pero no me atreví a despertarlo. Así es que cumplí todo el rito
del vuelo nocturno con un estoicismo que obviamente no era mío (debe habérmelo
prestado algún antepasado que viajaba en carretas tiradas por bueyes).
(…) esperamos contra toda esperanza que
la pantalla de la televisión se encendiera para poder ver algún bodrio de
Hollywood. No lo hizo. Intenté preguntar a una azafata cuál era la razón de esa
ausencia de enajenación televisiva, pero la sola vista de su cara de poquísimos
amigos me obligó a quedarme callado. Prendí mi lucesita y me puse a leer El castillo de cristal, de Jennifer
Walls. Sus desgracias hicieron que lo que me estaba pasando careciera de
importancia y se volviera hasta un poco pintoresco.
A todo lo anterior hay que agregar la
política de reducción de costos por parte de las aerolíneas, lo que se refleja
notablemente en la comida que se ofrece durante el vuelo y a ello también alude
Gutiérrez Vega.
La charola de comida contenía tres
pedazos de lechuga, un tomatito, una porción de pollo con sabor a periódico de
hace tres meses, un pedazo de pan congelado que nos hizo recordar alguna novela
de Dickens y un vasito de agua de naranja llamada “zumo” por la enfurecida
azafata. Comimos lo que pudimos (yo me limité a mordisquear un triangulito de
queso crema) (…)
Antes de aterrizar nos sirvieron el
famoso desayuno del croissant paleolítico con jamón de Groenlandia.
Todo esto mientras, agrega Gutiérrez Vega,
“los ejecutivos y los lavadores de dinero (…) devoran toneladas de caviar y
trasiegan botellas de champagne en el santa sanctorum de primera”. Ante ello
confiesa que en su opinión “el vuelo de Iberia de México a Madrid sería, sin
lugar a dudas, un escenario ideal para la celebración de la Revolución francesa en
el aire”.
Un día se colocará una guillotina a la
mitad de los aviones y los pasajeros de primera y de negocios serán conducidos
al cadalso por un grupo numeroso de esclavos de la clase turística que, al
grito revolucionario francés y esgrimiendo unos cuernitos de la era terciaria
casi congelados y preñados con una tajadita translúcida de jamón de York,
iniciará la rebelión de las masas turísticas y la decapitación de ricachones y
ejecutivos de empresa. Esta violencia será el producto de muchos años de vejaciones,
muchas horas con el cuerpo encogido en un asiento cada día más pequeño y muchos
pollos con sabor a cartón mojado y pastas nadando en una crema que acaba de
celebrar su segundo divorcio.
Don Hugo Gutiérrez Vega concluía su
artículo con una arenga pública y un exhorto a la rebelión de la clase turista.
¡Turistas del mundo, uníos y levantad la
guillotina a la mitad del avión. Haremos una revolución pequeñoburguesa, pero,
al terminar las ejecuciones, pasaremos a ocupar los asientos vacantes por
decapitación (algo parecido a lo que sucede en México a todas horas) y
gozaremos, aunque sea por un momento, de los privilegios que la injusta
sociedad concede a unos cuantos! Abajo el croissant de la era terciaria! ¡Vivan
las tostadas con caviar beluga! ¡Viva la lucha de clases en el aire!
De que no faltan ganas, no faltan.
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