Actualmente se vive una catástrofe en
relación a la situación de millones de personas que ya no pueden vivir (por
violencia, hambre, desocupación) en sus países de procedencia y que con
frecuencia sólo encuentran rechazo y discriminación en los posibles lugares de
arribo. Desde este doloroso contexto evoco un artículo que publicó Rosa Montero
hace ya unos años.
Siempre me han pasmado de modo especial,
quizá por mi trabajo, las confusiones que puede originar un mísero puñado de
líneas impresas. Personalmente, el malentendido profesional mayor y muy
patético que guardo en la memoria sucedió hará cinco o seis años, con un
pequeño artículo que escribí en la última página de El País. Ya no
recuerdo bien la noticia que desencadenó toda la historia, pero fue algo
relacionado con un inmigrante ilegal africano con quien la autoridad cometió
alguna tropelía especialmente inicua.
Para abordar lo doloroso de aquella
situación la escritora optó por el sarcasmo, considerando que era una buena
manera de condenar ese acontecimiento y expresar su sentir.
Recuerdo, eso sí, que escribí el
articulito por la vía sarcástica y que exacerbé la situación hasta el absurdo,
por ver de demostrar de esta manera la injusticia del caso. Y así, dije que a
los negros, si se ponían mañosos, había que encadenarlos y azotarlos como en
los buenos tiempos, y otras barbaridades semejantes de las que ahora ya no
guardo memoria (…)
Todo ello desde el supuesto de que “nadie
podía tomarse al pie de la letra” aquello. Pero no fue así y la misma Montero
prosigue con la historia.
Pues bien, hubo alguien que sí lo hizo.
Poco después de publicar el artículo, me llegó la carta de un hombre que decía
ser negro, inmigrante y guineano. Había leído de manera literal y completamente
en serio mi artículo atroz y, pese a ello, su tono no era indignado, sino
apesadumbrado. Era una carta sencilla y modesta, apenas diez líneas escritas a
mano, en la que me decía que los negros también tienen derecho a vivir. Carecía
de firma y de remite, por lo que, para mi desesperación, no pude contestarle ni
explicarle. Sin duda mandó una carta anónima porque temía posibles represalias.
Esa carta permitió a la escritora
reflexionar en relación a la diversidad de los lugares desde donde se codifica
lo expresado.
Entendemos las cosas desde lo que somos:
desde nuestras necesidades, nuestros miedos, nuestras obsesiones. Estremece
imaginar desde qué realidad leyó aquel hombre mi desenfrenado artículo sobre
los negros para llegar a interpretarlo al pie de la letra. Cómo sería su vida,
de qué infiernos venía para creer que esa sarta de infames disparates iba en
serio. Para no tener ni siquiera la capacidad de indignarse. Para hablar de ese
modo manso y dolorido.
Posiblemente estos desencuentros en
muchos momentos son inevitables pero conviene tener en cuenta que, tal como
subraya la misma Rosa Montero, “es la propia existencia la que nos va tallando
nuestras entendederas”.
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