Hay
ocupaciones que cualquiera puede desempeñar mucho mejor que quienes las tienen
a su cargo. Entre ellas sobresalen la de director técnico de la selección
nacional de futbol y la de gobernante, de tal forma que cada quien está convencido
de tener el plan adecuado para hacer frente en forma exitosa a cualquier
situación por grave que fuese.
No
había pensado que lo mismo acontece con los escritores hasta que di con el
artículo “¿Usted también escribe? Analfabetismo incipiente” de Jorge
Ibargüengoitia, quien con sólidos argumentos me condujo a tomar conciencia del craso
error en que estaba.
En
nuestro medio, inclusive, a pesar del elevado índice de analfabetismo que
tenemos, el número de personas que creen que podrían escribir una novela con
las experiencias que han tenido en su vida, es tremendo. Un soneto es algo
mucho más difícil, porque hay que aprender a rimar y a contar las sílabas. Pero
una novela, ¡en prosa!, es la cosa más fácil del mundo. Basta con sentarse
frente a una hoja de papel y contar todo lo que nos ha pasado en nuestra vida,
que es tan interesante.
Las
limitaciones de cualquier vecino para escribir una obra maestra tienen que ver únicamente
con su falta de tiempo libre ante la imperiosa necesidad de salir a trabajar
para mantener a la familia. Restricción de la que están a salvo los novelistas,
burgueses acomodados a quienes les sobra tiempo.
En
realidad, escribir novelas es un trabajo de ociosos. Pero eso no quita que la
mayoría de la gente tenga un talento novelístico innato o, mejor dicho,
literario. La prueba está en las composiciones que hacíamos en la escuela y las
dedicatorias que poníamos el día de las madres. Eran geniales.
Esta
situación, la de vivir en un medio de novelistas potenciales, no frustrados,
porque nunca han intentado ejercitar sus talentos, ni fracasado en el intento,
hace que las personas, como yo, que no hacemos más que lo que todos podrán
hacer, seamos considerados como una raza parasitaria, superflua y, francamente,
de muy poco talento, porque nos cuesta un trabajo horrible hacer lo que todos
harían en sus ratos de ocio.
En este entorno de entendidos,
las obras de los escritores reales van a recibir la crítica (en ocasiones
despiadada) de escritores potenciales convencidos que -de contar con las
prerrogativas de aquellos- seguramente habrían escrito algo
inconmensurablemente mejor.
Por otra
parte, esto de usar para expresarse un medio que todos conocen a la perfección
desde primero de primaria, hace que los escritores tengamos una cantidad de
críticos exactamente igual al número de personas que saben leer y escribir. El
de lectores, en cambio, es mucho más reducido, porque la mayoría de los
críticos son apriorísticos.
-¡Novelas,
las mías! –dicen y no compran las nuestras.
Es
habitual que en otras áreas la crítica sea actividad exclusiva de conocedores
pero con la escritura…, con la escritura es distinto. ¡Faltaba más!
Criticar
a un pintor o a un músico es más difícil. Al primero, porque sus cuadros no los
ven más que los culteranos que van a las exposiciones, y porque, además, ése
sabe mezclar los colores, que requiere cierta ciencia; al segundo, porque nadie
sabe leer música. Esos son desechados por locos, que, en nuestro medio, es lo
mismo a ser desechado por genio. Pero nosotros, los escritores, estamos en la
línea de fuego.
Y por
si fuera poco lo crítico no quita lo gorrón, tal como Jorge Ibargüengoitia pone
de manifiesto.
-Oye,
¿cómo no me habías dicho que eras escritor? -me preguntó una mujer con quien he
tenido la desgracia de trabajar varias veces en congresos-. A ver qué día me
regalas tus libros.
Ha de
creer que uno tiene que andar anunciándose, y que los libros los escribe uno
para regalarlos. Yo nunca le pregunté si era casada, y si me enteré de que
tenía una tortillería automática, fue por boca de terceros. Además, nunca se me
hubiera ocurrido pedirle una tortilla.
-Oiga,
patrón, ¿cuándo escribe un libro de veras bueno? –me preguntó un mimeografista
a quien cometí la torpeza de regalarle un libro-. Digo, porque ése es de
relajo.
Pasa uno
muchas vergüenzas.
-Tus
libros me parecen muy superficiales –me dijo una culta y, por supuesto, mal
educada-, pero mi yerno dice que tienen mucho porvenir, y él es argentino.
Fue un
consuelo.
Así
las cosas, no puede sorprender que el escritor carezca de reconocimiento social
y que, por el contrario, se le sitúe en inferioridad jerárquica en relación a
otras ocupaciones.
Pero
veamos cómo se comportan las demás profesiones. Un ingeniero se pone Ing. antes
del nombre, y cuando su mujer llega a la casa, le pregunta a la criada:
-¿Ya
llegó el Ingeniero?
Ninguna
esposa de escritor le ha preguntado nunca a ninguna criada si ya llegó el
Escritor. Entre otras cosas, porque lo más probable es que no tenga criada, y
porque sabe que su marido no ha salido; está en su cuarto, frente a la máquina,
devanándose los sesos.
Un Lic.,
un Arq., un Dr., un Ing. antes del nombre, o un CPT después, son signo de que
alguien se ha pasado años leyendo libros que nadie leería motu proprio.
Jorge
Ibargüengoitia concluye su análisis con una síntesis acerca de la escasa consideración
social con que cuentan los escritores. “¿Pero nosotros? Para escribir novelas
no se necesita más que leer novelas, que, después de todo, se supone que la
gente lee por gusto. Así que además de parásitos superfluos somos hedonistas.”
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