En todo tiempo y lugar han
existido personas habilidosas para lograr sus propósitos. Edgardo Cozarinsky da
un ejemplo de ello y comienza la historia ubicándonos geográfica e
históricamente.
(…) Tánger
fue una “zona internacional” entre 1922 y 1956. En 1912 el Káiser había
visitado ese puerto, destinado al comercio por su posición en el extremo
atlántico del estrecho de Gibraltar. En la orilla de enfrente, en el peñón, los
ingleses se inquietaron. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial, intrigaron
para que ese punto estratégicamente valioso quedara neutralizado. El estatuto
de la zona internacional completó la dominación colonial sobre el territorio
marroquí: el sur ya era protectorado francés, el norte protectorado español; la
ciudad, gobernada por una junta donde estaban representadas las principales
potencias marítimas de la época, debía asegurar la libre circulación por el
estrecho.
Ahora sí, una vez situados en
el espacio y el tiempo, Cozarinsky presenta la historia.
David
Herbert era el segundo hijo del duque de Pembroke, por lo tanto sin derecho al
título ni a la herencia familiar. En los años 30 llegó a Tánger con Cecil
Beaton y muy pronto se instaló en una casa más fantasiosa que sólida, más
colorida que señorial, en medio de un parque de la vieja Montaña; desde allí
urdió sus redes hasta convertirse en el árbitro social de la vida elegante
tangerina. Hoy su mayordomo ha heredado la residencia y la alquila a turistas
recomendados por la pintora escocesa Marguerite McBey o por el profesor John
McPhillips, dos lazos vivos con la leyenda de la zona internacional; en su
tarjeta se lee, más grande que su propio nombre, Former owner: the Honorable David Herbert.
Aparece entonces la pregunta
obligada: ¿cómo fue que este segundón logró hacerse de tan considerable fortuna?
Edgardo Cozarinsky devela el enigma.
Cuentan
que este “segundo hijo” (expresión que eligió como título de sus memorias),
condenado a vivir de su ingenio, no se desplazaba sin llevar en el bolsillo
etiquetas autoadhesivas con su nombre. Si el anfitrión de turno lo dejaba solo
un instante, pegaba una de esas etiquetas bajo la silla o la mesa más valiosa
de la casa; más tarde, cuando el dueño era atropellado por un taxi o asesinado
por un gigoló, llamaba a los herederos para comunicarles que el difunto “le
había prometido” el mueble en cuestión.
Y concluye el citado autor con
una buena dosis de sarcasmo: “Al hallar su nombre en una etiqueta envejecida,
se lo entregaban, halagados como suele estarlo la clase media cuando la aristocracia
la pone a su servicio.”
Actualmente se habla con frecuencia de los llamados emprendedores; antes no se les daba esa denominación pero de que existían, existían.
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