jueves, 19 de mayo de 2016

Una historia en Tánger


En todo tiempo y lugar han existido personas habilidosas para lograr sus propósitos. Edgardo Cozarinsky da un ejemplo de ello y comienza la historia ubicándonos geográfica e históricamente.

(…) Tánger fue una “zona internacional” entre 1922 y 1956. En 1912 el Káiser había visitado ese puerto, destinado al comercio por su posición en el extremo atlántico del estrecho de Gibraltar. En la orilla de enfrente, en el peñón, los ingleses se inquietaron. Apenas terminada la Primera Guerra Mundial, intrigaron para que ese punto estratégicamente valioso quedara neutralizado. El estatuto de la zona internacional completó la dominación colonial sobre el territorio marroquí: el sur ya era protectorado francés, el norte protectorado español; la ciudad, gobernada por una junta donde estaban representadas las principales potencias marítimas de la época, debía asegurar la libre circulación por el estrecho.

Ahora sí, una vez situados en el espacio y el tiempo, Cozarinsky presenta la historia.

David Herbert era el segundo hijo del duque de Pembroke, por lo tanto sin derecho al título ni a la herencia familiar. En los años 30 llegó a Tánger con Cecil Beaton y muy pronto se instaló en una casa más fantasiosa que sólida, más colorida que señorial, en medio de un parque de la vieja Montaña; desde allí urdió sus redes hasta convertirse en el árbitro social de la vida elegante tangerina. Hoy su mayordomo ha heredado la residencia y la alquila a turistas recomendados por la pintora escocesa Marguerite McBey o por el profesor John McPhillips, dos lazos vivos con la leyenda de la zona internacional; en su tarjeta se lee, más grande que su propio nombre, Former owner: the Honorable David Herbert.

Aparece entonces la pregunta obligada: ¿cómo fue que este segundón logró hacerse de tan considerable fortuna? Edgardo Cozarinsky devela el enigma.

Cuentan que este “segundo hijo” (expresión que eligió como título de sus memorias), condenado a vivir de su ingenio, no se desplazaba sin llevar en el bolsillo etiquetas autoadhesivas con su nombre. Si el anfitrión de turno lo dejaba solo un instante, pegaba una de esas etiquetas bajo la silla o la mesa más valiosa de la casa; más tarde, cuando el dueño era atropellado por un taxi o asesinado por un gigoló, llamaba a los herederos para comunicarles que el difunto “le había prometido” el mueble en cuestión.

Y concluye el citado autor con una buena dosis de sarcasmo: “Al hallar su nombre en una etiqueta envejecida, se lo entregaban, halagados como suele estarlo la clase media cuando la aristocracia la pone a su servicio.”       

Actualmente se habla con frecuencia de los llamados emprendedores;  antes no se les daba esa denominación pero de que existían, existían.

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