El
escritor Sergio Pitol ha pasado muchos años –la mayor parte de ellos
desempeñando funciones diplomáticas- fuera de México, viviendo en diversos países. Su salida de México tuvo
lugar en agosto de 1961 en circunstancias personalmente difíciles –lo que es
habitual en quienes dejan su país- de las que él mismo da cuenta.
Trabajaba entonces, antes de mi primera salida, en la
editorial Oasis, el trabajo era tediosísimo y el sueldo muy reducido; el
director me había ofrecido una participación en las utilidades de una colección
literaria cuyos títulos debía yo seleccionar, así como encargarme del cuidado
de las ediciones. Habíamos contratado ya los derechos de traducción de Las olas de Virginia Woolf, cuya primera
edición en español estaba agotada desde hacía muchos años, para iniciar nuestra
colección literaria. Hacía muchos planes para darle a la editorial un toque
moderno, pero los meses pasaban y mis proyectos eran siempre postergados por el
director.
Su
malestar no solo se originaba en el trabajo sino que también comprendía lo
político así como una mirada crítica en relación al comportamiento acomodaticio
de algunos colegas.
Profesionalmente comencé a sentirme asfixiado, mis
experiencias políticas me habían producido una especie de intoxicación, no
podía más, perdía el tiempo en interminables juntas, reuniones de comités,
asambleas, especialmente por tener la íntima convicción de que aquello no
podría servir para nada, de que los grupos que integraban la izquierda mexicana
eran definitivamente ineficaces, que los medios que se utilizaban eran
absurdos; por otra parte México se me había convertido ya para entonces en una
especie de “ciudad sin Laura”; sentía una herida atrozmente viva, presta a
excitarse ante la contemplación de ciertas calles por las que habíamos
caminado, por la frecuentación de los mil cafés en que rompimos y volvimos a
reanudar nuestras relaciones: la ciudad me parecía a veces un enorme campo de
ruinas deshabitadas; aún más, como escritor frustrado me irritaba ver el
pancismo de algunos de mis contemporáneos, su arribismo, su facilidad para
trepar y la acogida que obras y posturas totalmente mediocres y falsas obtenían
de parte de los círculos enterados.
Cuando
el entorno de dentro se percibe adverso, la alternativa suele estar fuera y
para ello hay que ponerse en movimiento. “Todo este estado de cosas me mantenía
en muy malas condiciones morales, por lo que decidí retirarme de la editorial y
emprender algún viaje que me apartara por cierto tiempo de aquel ambiente
irrespirable.” Como el afuera es tan grande, llega la disyuntiva de decidir
hacia dónde ir y con qué medios; en su caso lo segundo fue más fácil de
resolver que lo primero.
Pensaba ir por uno o dos meses a Cuba, ver de cerca la
revolución. Como no tenía dinero decidí vender algún cuadro. En el año
anterior, en un periodo de vacas gordas, en que la redacción de argumentos para
cómics me dejó mucho dinero, había logrado formar una pequeña colección
integrada por dos espléndidas telas de Alfonso Michel, un Pedro y un Rafael
Coronel, un dibujo magnífico de Diego Rivera y otras piezas menores. Pero unos
días después de tomada esa decisión se me ocurrió que podía vender todos los
cuadros y hacer un viaje más largo, quizás volver a Nueva York, quizás llegar
hasta a Europa, hacer por fin aquel contacto que me parecía indispensable.
En
su caso, y tal como suele suceder en estas coyunturas, es otro quien ayuda a decidir.
Recuerdo que Milena Esguerra me convenció de que debía
realizar este último proyecto:
-Véndalo todo, Pitol, ¡ya!, ni lo piense y haga un viaje
largo. No deje que las cosas lo posean, despréndase de ellas; si uno se
descuida termina por esclavizarse hasta a un par de zapatos. Piense, París,
Madrid, Roma, Londres, en vez de esta triste vida que está llevando.
Con
la fuerza de la opción ya tomada, no quedaba más que dar los pasos necesarios
para ponerse en marcha. “Al día siguiente, como inflamado por una nueva furia,
puse a la venta todo, muebles, libros, cuadros… y el 24 de junio de 1961, partí
en el Marburg, un carguero alemán,
rumbo a Europa. En el barco sentí volver a respirar.”
En
los inicios de su estadía fuera del país a Sergio Pitol le aconteció lo que a
la mayoría de los migrantes: pasar con frecuencia de la alegría a la tristeza
haciendo las inevitables comparaciones entre ambos lugares. “En aquellos
primeros meses europeos me movía un poco inconscientemente, como sonámbulo,
deslumbrado a ratos, decepcionado en otros, haciendo siempre involuntariamente
la comparación ante aquella realidad distinta, sus múltiples manifestaciones,
con la anterior, la de México.”
Conforme
el tiempo transcurría, el escritor percibía lo acertado de su decisión de hacer
maletas, lo que confirmó en su primer regreso a la patria.
Experimentaba un sentimiento de la libertad como nunca
antes lo había conocido. Cuando cerca de un año después iniciaba el regreso a
México, me sentía despojado de toneladas de polilla, libre de muchos esquemas
que en mi país me había acostumbrado a considerar como verdades irrefutables,
principios inamovibles. Toda actitud chauvinista comenzó a resultarme
intolerable, igualmente me desagradaban la improvisación y la deshonestidad de
los medios culturales y políticos del país, y, sobre todo, me asombraba el
tácito acatamiento con que todo el mundo legitimaba esa situación.
A
la hora de aproximarse el regreso definitivo a México luego de tantos años
fuera del país, aparecieron los temores en sentido contrario de los
experimentados a la hora de la partida. “¿Por qué siento verdaderos escalofríos
cada vez que pienso en irme a vivir a mi país, como es lo natural y como algún
día, quiéralo o no, tendrá que ocurrir?”
A
su regreso en 1988, Sergio Pitol se estableció inicialmente en la ciudad de
México y ya desde hace muchos años reside en la ciudad de Xalapa.
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