jueves, 5 de mayo de 2016

Si la envidia fuera tiña…


Uno de los pecados capitales que cuenta con más clientela es el de la envidia, ¿quién no la ha experimentado en algún momento de su vida? Claro está que el tema tiene sus complejidades y a veces se identifica de esta manera lo que está muy lejos de serlo: es el caso de quienes aspiran tener las mismas condiciones de vida digna (alimentación, vivienda, trabajo, educación, atención a la salud) con la que cuentan algunos de sus semejantes. Cabe puntualizar que esto tiene mucho más que ver con el anhelo de justicia social que con la envidia.

La envidia se manifiesta en el recelo ante el éxito ajeno o las habilidades sobresalientes del prójimo. Entre estos últimos están aquellos que disfrutan sus triunfos con discreción y quienes necesitan sentir la admiración de los demás para poder disfrutar sus logros; ejemplo de ello es un conocido relato atribuido a muy diversos personajes y al que citamos en la versión de Fernando Savater

Hay una anécdota que cuentan en España: el famosísimo torero Luis Miguel Dominguín tuvo una aventura amorosa con la actriz Ava Gardner. A medianoche, él se levantó de la cama y empezó a vestirse apresuradamente, entonces ella le dijo desde el lecho: “No hay apuro, ¿adónde vas?”, y él le respondió: “¡A contarlo!”


La envidia –que tanto tiene en común con la admiración- se hace presente en todos los ámbitos; Alberto Salcedo Ramos da cuenta de dos grandes estrellas del balompié que procuran por todos los medios hacer menos a su competidor.


Todos creemos que Maradona era un genio del fútbol, pero Pelé –la otra gran lumbrera de las canchas– solo se refiere a él en forma despectiva: lo trata de “pobre diablo”, de “vergüenza para el deporte”, y jamás le reconoce ningún mérito. Desde luego, su aversión está correspondida por Maradona: “a Pelé que lo devuelvan al museo”, propuso hace poco. (...) Alguien tendría que decirles lo ridículos que se ven al intentar reducirse entre sí a caricaturas grotescas, negándose mutuamente las virtudes que los demás mortales les alabamos.

Por supuesto que la envidia alcanza su punto más álgido entre quienes comparten oficio y generación, tal como lo señala Salcedo Ramos

La inquina entre Maradona y Pelé es similar a la que había entre los actores Marlon Brando y Montgomery Clift, entre los escritores William Faulkner y Ernest Hemingway, entre los políticos Lyndon Johnson y Gerald Ford. Los poetas –sentenció Woody Allen– son como los mafiosos: solo se matan entre ellos. La frase podría aplicarse a los escultores, a los médicos, a cualquier gremio. Pintor desnuca a pintor y abogado desnuca a abogado. En cambio, hay que ver la generosidad con la cual el músico elogia al dramaturgo, el dramaturgo al diseñador de modas y el diseñador de modas al acróbata de circo.
A los seres humanos, tan competidores, tan egoístas, nos cuesta lágrimas y sangre admitir las cualidades de quienes comparten oficio con nosotros, lo cual se torna más dramático cuando, para rematar, los colegas pertenecen a nuestra propia generación. Gore Vidal, por ejemplo, era un torrente de elogios cuando se refería a Walt Whitman, poeta que le llevaba 106 años, y una catarata de improperios cuando hablaba de Truman Capote, quien era narrador, como él, y tenía prácticamente su edad.

La envidia, que tanto conspira contra la convivencia afectando principalmente al sujeto que la sufre, llega a extremos difíciles de concebir; a ello también se refiere Alberto Salcedo Ramos.

El envidioso es infeliz, amargado. Se pone, de entrada, en una situación de inferioridad. En su paladar de criatura enfadada, el mejor vino del mundo se transforma en un vinagre tóxico. Nada le sabe bien, nada le satisface. Lo paradójico es que por pasar tanto tiempo deseando anular al envidiado –a quien en el fondo admira de manera pervertida– el envidioso termina anulándose a sí mismo. Y a menudo se convierte en un vulgar hampón. Entonces es Caín asesinando a su hermano Abel, o la patinadora Tonya Harding mandando a romperle una rodilla a su colega Nancy Kerrigan, o la reina de belleza cucuteña que ordenó quemarle la cara con ácido a su competidora María Fernanda Núñez.

Para los envidiosos Dante Alighieri había imaginado una sanción a la que Salcedo Ramos propone agravar.

Dante Alighieri imaginó un escarmiento terrible para los envidiosos: cerrarles los ojos y cosérselos, para que jamás festejen la desgracia del prójimo. Me temo que el verdadero castigo no es condenarlos a la ceguera sino dejarles intacta la vista, justamente para que sufran más con los laureles ajenos. Porque ese es el problema de los envidiosos: se dan mala vida por cuenta de una pasión dañina que, de todos modos, es inútil, pues no les ahorra la desdicha de ver desfilar frente a su casa la carroza triunfal de los seres a los cuales envidian.

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