Uno de
los pecados capitales que cuenta con más clientela es el de la envidia, ¿quién
no la ha experimentado en algún momento de su vida? Claro está que el tema
tiene sus complejidades y a veces se identifica de esta manera lo que está muy
lejos de serlo: es el caso de quienes aspiran tener las mismas condiciones de
vida digna (alimentación, vivienda, trabajo, educación, atención a la salud)
con la que cuentan algunos de sus semejantes. Cabe puntualizar que esto tiene
mucho más que ver con el anhelo de justicia social que con la envidia.
La
envidia se manifiesta en el recelo ante el éxito ajeno o las habilidades sobresalientes
del prójimo. Entre estos últimos están aquellos que disfrutan sus triunfos con
discreción y quienes necesitan sentir la admiración de los demás para poder
disfrutar sus logros; ejemplo de ello es un conocido relato atribuido a muy diversos
personajes y al que citamos en la versión de Fernando Savater
Hay una anécdota
que cuentan en España: el famosísimo torero Luis Miguel Dominguín tuvo una
aventura amorosa con la actriz Ava Gardner. A medianoche, él se levantó de la
cama y empezó a vestirse apresuradamente, entonces ella le dijo desde el lecho:
“No hay apuro, ¿adónde vas?”, y él le respondió: “¡A contarlo!”
La envidia –que
tanto tiene en común con la admiración- se hace presente en todos los ámbitos; Alberto
Salcedo Ramos da cuenta de dos grandes estrellas del balompié que procuran por
todos los medios hacer menos a su competidor.
Todos
creemos que Maradona era un genio del fútbol, pero Pelé –la otra gran lumbrera
de las canchas– solo se refiere a él en forma despectiva: lo trata de “pobre
diablo”, de “vergüenza para el deporte”, y jamás le reconoce ningún mérito. Desde
luego, su aversión está correspondida por Maradona: “a Pelé que lo devuelvan al
museo”, propuso hace poco. (...) Alguien tendría que decirles
lo ridículos que se ven al intentar reducirse entre sí a caricaturas grotescas,
negándose mutuamente las virtudes que los demás mortales les alabamos.
Por supuesto que la envidia
alcanza su punto más álgido entre quienes comparten oficio y generación, tal
como lo señala Salcedo Ramos
La
inquina entre Maradona y Pelé es similar a la que había entre los actores
Marlon Brando y Montgomery Clift, entre los escritores William Faulkner y
Ernest Hemingway, entre los políticos Lyndon Johnson y Gerald Ford. Los poetas
–sentenció Woody Allen– son como los mafiosos: solo se matan entre ellos. La
frase podría aplicarse a los escultores, a los médicos, a cualquier gremio.
Pintor desnuca a pintor y abogado desnuca a abogado. En cambio, hay que ver la
generosidad con la cual el músico elogia al dramaturgo, el dramaturgo al
diseñador de modas y el diseñador de modas al acróbata de circo.
A los
seres humanos, tan competidores, tan egoístas, nos cuesta lágrimas y sangre
admitir las cualidades de quienes comparten oficio con nosotros, lo cual se
torna más dramático cuando, para rematar, los colegas pertenecen a nuestra
propia generación. Gore Vidal, por ejemplo, era un torrente de elogios cuando
se refería a Walt Whitman, poeta que le llevaba 106 años, y una catarata de
improperios cuando hablaba de Truman Capote, quien era narrador, como él, y
tenía prácticamente su edad.
La envidia, que tanto conspira
contra la convivencia afectando principalmente al sujeto que la sufre, llega a
extremos difíciles de concebir; a ello también se refiere Alberto Salcedo
Ramos.
El
envidioso es infeliz, amargado. Se pone, de entrada, en una situación de
inferioridad. En su paladar de criatura enfadada, el mejor vino del mundo se
transforma en un vinagre tóxico. Nada le sabe bien, nada le satisface. Lo
paradójico es que por pasar tanto tiempo deseando anular al envidiado –a quien
en el fondo admira de manera pervertida– el envidioso termina anulándose a sí
mismo. Y a menudo se convierte en un vulgar hampón. Entonces es Caín asesinando
a su hermano Abel, o la patinadora Tonya Harding mandando a romperle una
rodilla a su colega Nancy Kerrigan, o la reina de belleza cucuteña que ordenó
quemarle la cara con ácido a su competidora María Fernanda Núñez.
Para los envidiosos Dante
Alighieri había imaginado una sanción a la que Salcedo Ramos propone agravar.
Dante
Alighieri imaginó un escarmiento terrible para los envidiosos: cerrarles los
ojos y cosérselos, para que jamás festejen la desgracia del prójimo. Me temo
que el verdadero castigo no es condenarlos a la ceguera sino dejarles intacta la
vista, justamente para que sufran más con los laureles ajenos. Porque ese es el
problema de los envidiosos: se dan mala vida por cuenta de una pasión dañina
que, de todos modos, es inútil, pues no les ahorra la desdicha de ver desfilar
frente a su casa la carroza triunfal de los seres a los cuales envidian.
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