martes, 31 de enero de 2017

Honrar al mundo con la propia presencia


Escribir y dibujar en sitios arqueológicos, construcciones antiguas u otros lugares que son emblemas de diversas ciudades, genera un consenso de rechazo. Arturo Pérez-Reverte, con su filoso estilo habitual, resolvió encarar el tema en un artículo titulado “Manolo estuvo aquí”.
Lo vi escrito con rotulador grueso, hace unos días, en uno de los muros de El Escorial: Manolo y Miriam estuvieron aquí el 6-8-93. Ignoro quiénes son los tales Manolo y Miriam, y por qué el hecho de que estuvieran allí y no en otro lugar merecía ser inmortalizado ensuciando estúpidamente una fachada de piedras venerables. Sin embargo, basta echar un vistazo alrededor para comprobar que a cantidad de personas armadas con rotulador, spray u objeto inciso-punzante, el hecho de estar en tal o cual sitio, o en un sitio cualquiera, les parece solemnidad suficiente como para que el resto de los mortales nos enteremos de su nombre o de sus opiniones.
Pérez-Reverte deja en claro su respeto a la libertad de expresión pero no considera que este tipo de actos forme parte de ella.
Nada tengo contra la libertad de expresión, yo que además soy periodista. Ni tampoco contra la libertad de afirmación personal. Pero amo algunos edificios, algunas calles, algunas viejas piedras y algunos paisajes por conservarse tal como son y tal como fueron. Por eso me fastidia sobremanera, cuando voy a su encuentro, encontrarme sobreimpresos, a golpe de spray o rotulador, los nombres, los pensamientos o las chorradas de individuos, a menudo anónimos, que maldito lo que me importan. (…)
No hay justificación alguna para el hecho de que unas piedras, un edificio, un cuadro, un lugar, hayan sobrevivido a los siglos y a los hombres, y de pronto llegue alguien con su spray y nos cuente con letras de dos palmos que a él Felipe González se la machaca, que Volkswagen está en lucha, o que el imbécil de Manolo y su prójima estuvieron aquí. Todas ésas son opiniones, pero no son cultura. Y que las pongan en mi conocimiento utilizando la fachada de la catedral de Burgos, un fresco románico, el Parque Güell o el pedestal de Felipe III, es algo que me repatea el hígado.
Finalmente se adelanta a las críticas que su opinión pueda generar en algunos de sus lectores.
En ese tipo de cosas, soy absolutamente conservador. Incluso reaccionario: suelo reaccionar con un profundo cabreo. (…)
No se trata de que le pidan a uno el carnet de identidad cuando va a comprar un bote de pintura, ni de que la Benemérita aplique la ley de fugas a los virtuosos de la rotulación callejera y clandestina. Pero sí me encantaría, por ejemplo, tropezarme un día a Manolo con lejía y estropajo de alambre, dale que te pego a la fachada de El Escorial. Sentenciado a un mes de trabajos forzados en una imaginaria -y deseable- brigada de limpieza por haber sido sorprendido, in fraganti, en el acto de comunicar al mundo que acababa de honrar el lugar con su presencia.
Esta costumbre de marcar presencia en lugares históricos (así como la de llevarse algún recuerdito) viene de lejos, según lo ilustra Verónica Murguía.
(…) El padre Félix Fabri, otro medieval que también viajó a Jerusalén, sugiere a los peregrinos que “no se debe arrancar pedazos del Santo Sepulcro, o romper las piedras que hay allá so pena de excomunión”, y a los nobles les advierte que “no podrán grabar sus escudos de armas o escribir sus nombres en el mármol para demostrar que estuvieron de visita”.
Nada nuevo bajo el sol.

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