jueves, 9 de febrero de 2017

Viajeros de ruta fija


El turista es un tipo de viajero que ha proliferado de unos años a la fecha con el desarrollo de la industria de ese ramo. Así hay quienes disfrutan plenamente de los tours organizados por agencias, con estrictas agendas para poder dar cumplimiento a los recorridos previstos.

Pero también están aquellos (nómades o sedentarios) que los ven con desagrado; Evelyn Waugh critica lo que esta forma de viajar tiene de prisas, obligaciones y ritmo vertiginoso que conducen al agotamiento del vacacionista.

La palabra “turista” parece sugerir naturalmente prisas y obligación. Uno piensa en esos lastimosos tropeles de maestros de escuela procedentes del Oeste Medio con los que se encuentra de repente en esquinas y edificios públicos, desconcertados, jadeantes, los nombres desconocidos zumbándoles en la cabeza, sus cuerpos tensos y magullados por subir y bajar de charabanes motorizados y escaleras, y por haber recorrido del modo más inmisericorde kilómetros de galerías y museos tras un guía chistoso y despectivo. ¡Cómo nos obsesionan sus ojos mucho después de que hayan pasado a la siguiente fase de su itinerario, unos ojos ojerosos que miran sin comprender, con un leve resentimiento, como los de animales que sufren, elocuentemente expresivos de ese cansancio del mundo que todos sentimos bajo el peso muerto de la cultura europea!

Ante ello –continúa- cabe preguntarse: “¿Deben proseguir hasta el final? ¿Hay todavía más catedrales, más lugares hermosos, más sitios de acontecimientos históricos, más obras de arte? ¿No hay remisión en este rito implacable? ¿Todavía debe reverenciarse el pasado?” Evelyn Waugh llega al extremo de sentir compasión por quienes concluyen exhaustos su maratónico recorrido por diversos escenarios. “Y cuando uno está sentado a una mesa de café, jugueteando apáticamente con el cuaderno de dibujo y el aperitivo, y los ve pasar, tambaleantes, vierte unas lágrimas, no del todo irónicas, por esos pobres desechos humanos, atrapados así y magullados por la maquinaria de la elevación social.”

Otra de las voces críticas es la Manuel Vicent quien no se anda con chiquitas al afirmar que “(…) el turismo no es más que una peste, un sexto continente de termitas que va arramblando con todo el planeta. Todos visten igual, todos mean el mismo sitio, todas comen las mismas comidas.” Y las banderas que portan llaman poderosamente su atención.

Han inventado las banderas. Si entras en cualquier catedral ves unas hordas, cada una con un gorrito distinto, uno verde, no azul, uno blanco, con una banderita distinta. Los romanos llevaban esos plumeros que vemos en las películas. Los usaban para evitar que se mataran entre sí los del mismo regimiento. Y las banderas eran unas telas atadas en la punta de un palo para que las huestes supieran desde lejos dónde estaban los suyos, como ahora se enarbolan las banderas para que las reatas de turistas no se confundan de agencia de viajes y se vayan con otros japoneses.

Por su parte Leila Guerriero argumenta contra los city tours por lo que tienen de imposición autoritaria.

Yo viajo para vagabundear, para leer, para no tener que escribir, y para estar sola. En el extremo opuesto, los city tours imponen horarios fijos, ómnibus refrigerados, guías adormecidos, valijas con rueditas y una multitud de adultos inoculados por el virus de la obediencia, dispuesta a escuchar sin asomo de protesta datos inútiles que olvidarán en los próximos diez metros. Los city tours son la excrecencia inofensiva de una ciudad a la que se le ha quitado lo feo, lo sucio, lo desprolijo, para que reinen (como en una cárcel) el tedio, la rutina, la ortopedia, la obediencia, la multitud y la organización. (…)
Todo viaje es el invento de una ruta propia, pero el city tour es siempre la ruta de otro: algo diseñado por la apatía ajena para aplastar la curiosidad de un contingente.

Es muy importante documentar los distintos puntos que formaron parte del itinerario, tanto para recordarlo al paso del tiempo como para mostrarlo a quien se deje (y a quien no, también). Tal vez por ello Alfredo Molano alude a los “turistas que por fotografiar todo, nada ven”. Quien no actúe de esta manera parecerá poco serio en su oficio y despertará sospechas en torno suyo, tal como le sucedió a Esther Díaz. “No soportamos la experiencia directa. La realidad necesita testigos, si no la capta algún medio es como si no existiera. En la isla de Rodas un guía me dijo que yo no era turista porque no sacaba fotos. No poseer imágenes sería equivalente a no haber estado.”

Por otra parte -de acuerdo con Guerriero- es frecuente que los viajes permitan confirmar aquello que se espera encontrar.

En las antípodas de esos ojos bien abiertos, el city tour es una maquinaria presta a confirmar prejuicios: los del turista que espera encontrar en París una ciudad romántica -y no otra cosa-, en Roma una ciudad histórica -y no otra cosa- y en Buenos Aires la ciudad más europea de Latinoamérica -y no otra cosa. Y aunque París no sea tan romántica y a Buenos Aires le quede poco de europea, el city tour hará sus mejores esfuerzos (mentir antiguos esplendores, ocultar lo feo, lo sucio, lo viejo) para confirmar al viajero en su prejuicio tranquilizador y devolverlo al hotel convencido de que París era en efecto una ciudad romántica, Roma una ciudad histórica y Buenos Aires, oh, tan europea.

Con esta visión coincide Mario Arregui cuando afirma que

Uno viaja en cierta medida para comprobar cosas que ya sabe o barrunta. Yo comprobé, por ejemplo, que la Torre Eiffel es grande y de fierro, que la sociedad de consumo puede significar un temporal de alienación (cuyo símbolo serían las vidrieras de París, que se nos tiran encima con uñas y dientes), que el neo-capitalismo puede ser el viejo capitalismo con una sonrisa forzada y falluta, etc., y también, ¡vaya novedad!, que el fascismo es una mierda.

¿Usted viaja para conocer lo ignorado o para confirmar lo conocido?

No hay comentarios: