El turista es un tipo de viajero que ha proliferado de
unos años a la fecha con el desarrollo de la industria de ese ramo. Así hay
quienes disfrutan plenamente de los tours organizados por agencias, con
estrictas agendas para poder dar cumplimiento a los recorridos previstos.
Pero también están aquellos (nómades o sedentarios) que
los ven con desagrado; Evelyn Waugh critica lo que esta forma de viajar tiene
de prisas, obligaciones y ritmo vertiginoso que conducen al agotamiento del
vacacionista.
La palabra “turista” parece sugerir naturalmente
prisas y obligación. Uno piensa en esos lastimosos tropeles de maestros de
escuela procedentes del Oeste Medio con los que se encuentra de repente en
esquinas y edificios públicos, desconcertados, jadeantes, los nombres
desconocidos zumbándoles en la cabeza, sus cuerpos tensos y magullados por
subir y bajar de charabanes motorizados y escaleras, y por haber recorrido del
modo más inmisericorde kilómetros de galerías y museos tras un guía chistoso y
despectivo. ¡Cómo nos obsesionan sus ojos mucho después de que hayan pasado a
la siguiente fase de su itinerario, unos ojos ojerosos que miran sin
comprender, con un leve resentimiento, como los de animales que sufren,
elocuentemente expresivos de ese cansancio del mundo que todos sentimos bajo el
peso muerto de la cultura europea!
Ante ello –continúa- cabe preguntarse: “¿Deben
proseguir hasta el final? ¿Hay todavía más catedrales, más lugares hermosos,
más sitios de acontecimientos históricos, más obras de arte? ¿No hay remisión
en este rito implacable? ¿Todavía debe reverenciarse el pasado?” Evelyn Waugh
llega al extremo de sentir compasión por quienes concluyen exhaustos su
maratónico recorrido por diversos escenarios. “Y cuando uno está sentado a una
mesa de café, jugueteando apáticamente con el cuaderno de dibujo y el
aperitivo, y los ve pasar, tambaleantes, vierte unas lágrimas, no del todo
irónicas, por esos pobres desechos humanos, atrapados así y magullados por la
maquinaria de la elevación social.”
Otra de las voces críticas es la Manuel Vicent quien
no se anda con chiquitas al afirmar que “(…) el turismo no es más que una
peste, un sexto continente de termitas que va arramblando con todo el planeta.
Todos visten igual, todos mean el mismo sitio, todas comen las mismas comidas.”
Y las banderas que portan llaman poderosamente su atención.
Han
inventado las banderas. Si entras en cualquier catedral ves unas hordas, cada
una con un gorrito distinto, uno verde, no azul, uno blanco, con una banderita
distinta. Los romanos llevaban esos plumeros que vemos en las películas. Los
usaban para evitar que se mataran entre sí los del mismo regimiento. Y las banderas
eran unas telas atadas en la punta de un palo para que las huestes supieran
desde lejos dónde estaban los suyos, como ahora se enarbolan las banderas para
que las reatas de turistas no se confundan de agencia de viajes y se vayan con
otros japoneses.
Por su parte Leila Guerriero argumenta contra los city
tours por lo que tienen de imposición autoritaria.
Yo viajo para
vagabundear, para leer, para no tener que escribir, y para estar sola. En el
extremo opuesto, los city tours imponen horarios fijos, ómnibus refrigerados,
guías adormecidos, valijas con rueditas y una multitud de adultos inoculados
por el virus de la obediencia, dispuesta a escuchar sin asomo de protesta datos
inútiles que olvidarán en los próximos diez metros. Los city tours son la
excrecencia inofensiva de una ciudad a la que se le ha quitado lo feo, lo
sucio, lo desprolijo, para que reinen (como en una cárcel) el tedio, la rutina,
la ortopedia, la obediencia, la multitud y la organización. (…)
Todo viaje es
el invento de una ruta propia, pero el city tour es siempre la ruta de otro:
algo diseñado por la apatía ajena para aplastar la curiosidad de un
contingente.
Es muy importante documentar los distintos puntos
que formaron parte del itinerario, tanto para recordarlo al paso del tiempo
como para mostrarlo a quien se deje (y a quien no, también). Tal vez por ello
Alfredo Molano alude a los “turistas que por fotografiar todo, nada ven”. Quien
no actúe de esta manera parecerá poco serio en su oficio y despertará sospechas
en torno suyo, tal como le sucedió a Esther Díaz. “No soportamos la experiencia directa. La realidad
necesita testigos, si no la capta algún medio es como si no existiera. En la
isla de Rodas un guía me dijo que yo no era turista porque no sacaba fotos. No
poseer imágenes sería equivalente a no haber estado.”
Por otra parte -de acuerdo con Guerriero- es frecuente
que los viajes permitan confirmar aquello que se espera encontrar.
En las
antípodas de esos ojos bien abiertos, el city tour es una maquinaria presta a
confirmar prejuicios: los del turista que espera encontrar en París una ciudad
romántica -y no otra cosa-, en Roma una ciudad histórica -y no otra cosa- y en
Buenos Aires la ciudad más europea de Latinoamérica -y no otra cosa. Y aunque
París no sea tan romántica y a Buenos Aires le quede poco de europea, el city
tour hará sus mejores esfuerzos (mentir antiguos esplendores, ocultar lo feo,
lo sucio, lo viejo) para confirmar al viajero en su prejuicio tranquilizador y
devolverlo al hotel convencido de que París era en efecto una ciudad romántica,
Roma una ciudad histórica y Buenos Aires, oh, tan europea.
Con esta visión coincide Mario Arregui cuando afirma
que
Uno viaja en
cierta medida para comprobar cosas que ya sabe o barrunta. Yo comprobé, por
ejemplo, que la Torre Eiffel es grande y de fierro, que la sociedad de consumo
puede significar un temporal de alienación (cuyo símbolo serían las vidrieras
de París, que se nos tiran encima con uñas y dientes), que el neo-capitalismo
puede ser el viejo capitalismo con una sonrisa forzada y falluta, etc., y
también, ¡vaya novedad!, que el fascismo es una mierda.
¿Usted viaja para conocer lo
ignorado o para confirmar lo conocido?
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