martes, 21 de marzo de 2017

Alden Whitman: redactor de necrológicas/1


Ya nos hemos referido al notable perfil que traza Gay Talese en relación a Alden Whitman (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.mx/2017/02/perfil.html).En esa oportunidad habíamos adelantado que retomaríamos el tema y llegado es el momento.

Entre las asignaciones de la prensa escrita está informar acerca de la muerte de diversos personajes que han tenido una trayectoria relevante en muy diversos ámbitos. Y como no es cuestión de que llegada la hora, con la premura y la prisa del caso, se caiga en imprecisiones era (¿es) usual que los principales periódicos encomendaran la tarea a uno de sus reporteros quien debería tener todo preparado para una vez que llegara el desenlace.

Este era el trabajo realizado por Alden Whitman en el Times y que Gay Talese (a quien pertenecen todas las citas de este artículo) da a conocer en uno de sus extraordinarios reportajes.

La muerte está en la mente de [Alden] Whitman, cuando, sentado en el metro, se dirige hacia la ciudad baja, hacia Times Square. En el periódico de la mañana ha leído que Henry Wallace no está bien, que Billy Graham ha visitado la Clínica Mayo. Whitman, en cuanto llegue al periódico dentro de diez minutos, se propone ir directamente a la “morgue” del diario, la habitación donde están  ordenados todos los recortes de periódico y los “avances” de las necrologías, para examinar en qué estado se encuentran obituarios, preparados de antemano, del reverendo Graham y del ex vicepresidente Wallace (Wallace murió unos meses después). Whitman sabe que en la “morgue” del Times hay dos mil notas previas  necrológicas, pero muchas de ellas, como las de J. Edgar Hoover, Charles  Lindbergh y Walter Winchell, se han escrito hace mucho tiempo y necesitan ser puestas al día. Recientemente, cuando el presidente Johnson estuvo recluido en una clínica para una operación de la vesícula biliar, su necrología fue puesta al  día; también lo fue la del Papa Pablo VI antes de su viaje a Nueva York; al igual que la de Joseph P. Kennedy.

No se trata de un oficio fácil dado que se presentan problemas de consideración. “Para un redactor de necrologías no hay cosa peor  que el que se le muera una figura de renombre mundial antes de que la necrología  haya sido remozada.” Otra dificultad reside en la delgada línea que separa a los vivos de los muertos ya que un “estigma común que padecen los redactores de necrologías” se presenta cuando “después de leer o haber escrito un anticipo necrológico, acaban por pensar que la susodicha persona ya ha fallecido”. Por otro lado –y lo que es común a todos los escritores- quieren ver su obra publicada tal como lo admite Whitman quien “después de haber escrito unas bellas páginas necrológicas (…) no hace más que pensar en el momento en que esa persona caiga muerta para poder ver impresa su obra maestra”. El interés por ver publicado su trabajo no sólo tiene que ver con veleidades personales sino con cuestiones materiales.

La tradicional ansiedad del necrologista por ver sus artículos impresos no se basa  exclusivamente en orgullo de autor –según un veterano del  oficio-, sino que es  también una reminiscencia de los días en que los directores de periódicos no pagaban a los redactores de necrologías, que a menudo trabajaban como colaboradores libres, hasta que el sujeto del escrito hubiera muerto, o, como se decía a veces, “hubiera fenecido”, “dejado este mundo terrenal” o “partido hacia su último juicio”.

Así pues, es práctica común en los medios este trabajo preventivo que permita reaccionar con prontitud en el momento preciso.

La United Press lnternational, que tiene una docena de ficheros de cuatro cajones de “historias preparadas”  -incluida una de John F. Kennedy hijo, de cinco años de edad, y de los hijos de la reina  Isabel-, no tiene un especialista exclusivamente dedicado a los muertos, sino que va distribuyendo el cadáver de turno. Algunos de los mejores acaban en las manos de un veterano reportero llamado Doc Quigg, del cual se ha dicho con orgullo que “los pule y los hace cantar”.

Un secreto a voces es el que tiene que ver con la afición al juego de muchos integrantes del gremio de la prensa que les impide dejar pasar esta oportunidad.

A veces, mientras esperaban, los de la redacción organizaban una quiniela macabra en la cual todos jugaban 5 o 10 dólares, eligiendo de entre los nombres el que pensaban moriría primero. Karl Schriftgiesser, el enterrador del Times hace veinticinco años, recuerda que en aquel tiempo algunos vencedores de la quiniela conseguían hasta 300 dólares.

Alden Whitman no participa en ello pero “tiene en su mesa una especie de lista de vivos a los que les concede prioridad. Esos individuos están incluidos porque piensa que sus días están contados, o porque considera que ya han cumplido con su misión y no ve razón para retrasar la inevitable tarea de escribir (…)”

Seguiremos con el tema.

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