Continuamos
con el reportaje realizado por Gay Talese (a quien corresponden todas las citas
de este artículo) acerca de Alden Whitman quien redactara las notas
necrológicas en el Times.
Whitman
tiene también la que llama “lista diferida”, que está compuesta de ancianos
pero duraderos dirigentes mundiales, monstruos sagrados, que siguen en el poder
o continúan siendo noticia por otros motivos, y el intentar escribir una
necrología definitiva de estos individuos no sólo sería difícil, sino que se
vería obligado a realizar continuos cambios o insertos. Así que, aunque esta
gente -como De Gaulle, Franco, etc.- puede que tengan necrologías anticuadas en
la “morgue” del Times, Whitman prefiere
aplazar la revisión hasta el final.
En su
trabajo era necesario tener en cuenta que hay quienes mueren en el auge de su
trayectoria pero también están aquellos que fallecen cuando ya se encuentran en
franco declive.
Hay,
naturalmente, algunas personas que Whitman tiene razones para pensar que
morirán pronto, y les tiene ya guardado su tributo definitivo en la “morgue”
del Times; pero, a veces, no mueren
durante muchos años. Es posible que su importancia y su influencia en el mundo
disminuya y, sin embargo, continúen
viviendo. En este caso -si el nombre muere antes que el hombre, como
diría A. E. Housman, Whitman se reserva el derecho de recortar la necrología.
Vivisección. Es un hombre escrupuloso y frío.
Seguramente
las notas necrológicas son leídas preferentemente por personas de edad
avanzada, pero no solamente por ellos. Según Talese es una página “leída con
mucho cuidado, quizá demasiado, por
los lectores de morbosa curiosidad; los lectores que buscan las huellas de la
vida; los lectores que buscan apartamentos vacíos”.
A Whitman
no le preocupa que sus notas no lleven firma, se siente a gusto en el anonimato
y de acuerdo al reportaje de Gay Talese estamos ante alguien que se siente muy
a gusto con su trabajo, un verdadero vocacional.
Durante
todo el día, mientras sus colegas corren de acá para allá, Whitman se queda sentado en su mesa de la parte de
atrás, toma té y vive en su
extraordinario pequeño mundo de los medio vivos y medio muertos en este
lugar enorme que es la redacción. (…)
A él le
interesa el último acto.
Piensa en
las palabras que usará cuando estos hombres (…) mueran por fin. Se inclina
hacia su máquina de escribir con la espalda encorvada, pensando en las palabras
que poquito a poco irán construyendo las necrologías anticipadas de
Mao-Tse-tung, de Harry S. Truman, de Picasso. Contempla también a Marlene
Dietrich y Greta Garbo, Steichen y Haile Selassie. En un trozo de papel,
Whitman, después de una hora de trabajo, ha escrito: “…Mao-Tse-tung, el hijo de
un oscuro cultivador de arroz, ha muerto
como uno de los gobernantes más poderosos...”
En otro pedazo de papel: “…El 12 de abril de 1945, a las 7,09 de la
tarde, un hombre del que pocas personas
habían oído hablar se convirtió en el presidente de los Estados Unidos...” En
otro: “…Era Picasso el pintor, Picasso el fiel y el infiel amante, Picasso el
hombre generoso, también Picasso el escritor romántico...” Y en unas notas
anteriores: “…Como actriz, la señora de Rudolph Sieber era mediocre; sus
piernas, desde luego, no eran tan bonitas como las de Mistinguette, pero la
señora Sieber, bajo el nombre de ‘Marlene Dietrich’ ha sido durante años un símbolo
internacional de sexo y atracción...”
Whitman no
está satisfecho de lo que ha escrito y vuelve a leer las palabras y las frases
con atención.
Aun en
los momentos de solaz esparcimiento no podía dejar de pensar en su trabajo, en
sus obligaciones profesionales.
Cuando
Whitman va a los conciertos (suele hacerlo con frecuencia), no puede menos que
mirar a su alrededor y observar a los distinguidos miembros del público sobre los que algún día posiblemente
tenga especial interés. Recientemente,
en el Carnegie Hall, se dio cuenta de que uno de los espectadores de las
primeras filas era Arthur Rubinstein. Rápidamente, Whitman tomó su binóculo y
enfocó a Rubinstein, examinando la expresión de sus ojos, la boca, el suave
pelo gris y viendo con sorpresa -cuando Rubinstein se levantó en el intermedio-
lo bajito que era.
Whitman
tomaba notas de todos estos detalles, sabiendo que algún día darían vida a su trabajo,
sabiendo que unas buenas necrologías, al igual que unos bonitos entierros,
tienen que ser planeadas con mucha anticipación. (…)
“La
muerte nunca coge de sorpresa al hombre sabio”, escribió La Fontaine, y Whitman
está de acuerdo.
Sus
ficheros siempre están al día pero mantiene una severa restricción: “no permite
a nadie leer su propia necrología”. Tal vez por aquello que afirmara Elmer
Davis –y que cita Talese-: “Un hombre que ha leído su necrología no volverá
nunca a ser él mismo”. Aunque son pocos, existen los casos de quienes han
redactado su propia nota necrológica.
Algunos
periodistas, quizá porque no se fían mucho de sus colegas, han escrito su propia necrología y solapadamente la han
metido en los ficheros en espera del momento apropiado. Una de esas necrologías
anticipadas, escrita por un reportero del
Daily News de Nueva York, Lowell
Limpus, apareció en 1957 con su firma, y
empezaba: “Esta es la última de las 8.700 historias escritas por mí que
aparecerá en el News. Tiene que ser
la última, puesto que fallecí ayer... He escrito mi propia necrología porque conozco mejor que nadie al
sujeto en cuestión y prefiero que sea
más sincera que florida”.
La
muerte alcanza a todos pero no sucede lo mismo con su difusión que trasluce las
desigualdades sociales.
Si uno ha
de creerse todo lo que lee en el Times,
los individuos con el mayor porcentaje de muertes son los presidentes de
consejos de administración, según observación hecha por el señor [Simon de]
Vaulchier. Los almirantes suelen tener en el Times necrologías más largas que los generales, seguía diciendo, y
los arquitectos salen mejor parados que los ingenieros; los pintores llevan
ventaja a otros artistas y aparentemente todos mueren en Woodstock, Nueva York.
En cambio, al parecer, no fallecen ni mujeres ni negros.
Alden
Whitman era consciente que algún día le tocaría a él ser ya no el redactor sino
el principal protagonista de la nota.
Cuando
Whitman fue llevado al Knickerbocker Hospital en Nueva York [por haber sufrido
un ataque cardíaco], un redactor fue encargado de “poner al día su ficha”.
Después de restablecerse, no leyó su necrología, ni espera leerla nunca, pero
se imagina que constará de siete u ocho párrafos y que, cuando por fin se
publique, dirá algo como: “Alden Whitman, miembro del personal del New York Times, que escribía las
necrologías, murió anoche, de repente, en su domicilio, 600 West 116th Street,
de un fuerte ataque al corazón. Tenía cincuenta y dos años…”.
Lo que
en sus inicios fue una sanción, le permitió a Alden Whitman encontrar su
vocación: “los editores del Times (…) creyeron
castigarme trayéndome (…) encargándome la redacción de notas necrológicas.
Nunca fui más feliz.”
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