jueves, 23 de marzo de 2017

Alden Whitman: redactor de necrológicas/2


Continuamos con el reportaje realizado por Gay Talese (a quien corresponden todas las citas de este artículo) acerca de Alden Whitman quien redactara las notas necrológicas en el Times.
Whitman tiene también la que llama “lista diferida”, que está compuesta de ancianos pero duraderos dirigentes mundiales, monstruos sagrados, que siguen en el poder o continúan siendo noticia por otros motivos, y el intentar escribir una necrología definitiva de estos individuos no sólo sería difícil, sino que se vería obligado a realizar continuos cambios o insertos. Así que, aunque esta gente -como De Gaulle, Franco, etc.- puede que tengan necrologías anticuadas en la “morgue” del Times, Whitman prefiere aplazar la revisión hasta el final.
En su trabajo era necesario tener en cuenta que hay quienes mueren en el auge de su trayectoria pero también están aquellos que fallecen cuando ya se encuentran en franco declive.
Hay, naturalmente, algunas personas que Whitman tiene razones para pensar que morirán pronto, y les tiene ya guardado su tributo definitivo en la “morgue” del Times; pero, a veces, no mueren durante muchos años. Es posible que su importancia y su influencia en el mundo disminuya y, sin embargo, continúen  viviendo. En este caso -si el nombre muere antes que el hombre, como diría A. E. Housman, Whitman se reserva el derecho de recortar la necrología. Vivisección. Es un hombre escrupuloso y frío.
Seguramente las notas necrológicas son leídas preferentemente por personas de edad avanzada, pero no solamente por ellos. Según Talese es una página “leída con mucho cuidado, quizá demasiado, por los lectores de morbosa curiosidad; los lectores que buscan las huellas de la vida; los lectores que buscan apartamentos vacíos”.
A Whitman no le preocupa que sus notas no lleven firma, se siente a gusto en el anonimato y de acuerdo al reportaje de Gay Talese estamos ante alguien que se siente muy a gusto con su trabajo, un verdadero vocacional.
Durante todo el día, mientras sus colegas corren de acá para allá, Whitman se  queda sentado en su mesa de la parte de atrás, toma té y vive en su  extraordinario pequeño mundo de los medio vivos y medio muertos en este lugar enorme que es la redacción. (…)
A él le interesa  el último  acto.
Piensa en las palabras que usará cuando estos hombres (…) mueran por fin. Se inclina hacia su máquina de escribir con la espalda encorvada, pensando en las palabras que poquito a poco irán construyendo las necrologías anticipadas de Mao-Tse-tung, de Harry S. Truman, de Picasso. Contempla también a Marlene Dietrich y Greta Garbo, Steichen y Haile Selassie. En un trozo de papel, Whitman, después de una hora de trabajo, ha escrito: “…Mao-Tse-tung, el hijo de un oscuro  cultivador de arroz, ha muerto como uno de los gobernantes más poderosos...”  En otro pedazo de papel: “…El 12 de abril de 1945, a las 7,09 de la tarde, un  hombre del que pocas personas habían oído hablar se convirtió en el presidente de los Estados Unidos...” En otro: “…Era Picasso el pintor, Picasso el fiel y el infiel amante, Picasso el hombre generoso, también Picasso el escritor romántico...” Y en unas notas anteriores: “…Como actriz, la señora de Rudolph Sieber era mediocre; sus piernas, desde luego, no eran tan bonitas como las de Mistinguette, pero la señora Sieber, bajo el nombre de ‘Marlene Dietrich’ ha sido durante años un símbolo internacional de sexo y atracción...”
Whitman no está satisfecho de lo que ha escrito y vuelve a leer las palabras y las frases con atención.
Aun en los momentos de solaz esparcimiento no podía dejar de pensar en su trabajo, en sus obligaciones profesionales.
Cuando Whitman va a los conciertos (suele hacerlo con frecuencia), no puede menos que mirar a su alrededor y observar a los distinguidos miembros del  público sobre los que algún día posiblemente tenga especial interés.  Recientemente, en el Carnegie Hall, se dio cuenta de que uno de los espectadores de las primeras filas era Arthur Rubinstein. Rápidamente, Whitman tomó su binóculo y enfocó a Rubinstein, examinando la expresión de sus ojos, la boca, el suave pelo gris y viendo con sorpresa -cuando Rubinstein se levantó en el intermedio- lo bajito que era.
Whitman tomaba notas de todos estos detalles, sabiendo que algún día darían vida a su trabajo, sabiendo que unas buenas necrologías, al igual que unos bonitos entierros, tienen que ser planeadas con mucha anticipación. (…)
“La muerte nunca coge de sorpresa al hombre sabio”, escribió La Fontaine, y Whitman está de acuerdo.
Sus ficheros siempre están al día pero mantiene una severa restricción: “no permite a nadie leer su propia necrología”. Tal vez por aquello que afirmara Elmer Davis –y que cita Talese-: “Un hombre que ha leído su necrología no volverá nunca a ser él mismo”. Aunque son pocos, existen los casos de quienes han redactado su propia nota necrológica.
Algunos periodistas, quizá porque no se fían mucho de sus colegas, han escrito  su propia necrología y solapadamente la han metido en los ficheros en espera del momento apropiado. Una de esas necrologías anticipadas, escrita por un  reportero del Daily News de Nueva York, Lowell Limpus, apareció en 1957 con su  firma, y empezaba: “Esta es la última de las 8.700 historias escritas por mí que aparecerá en el News. Tiene que ser la última, puesto que fallecí ayer... He escrito mi propia  necrología porque conozco mejor que nadie al sujeto en cuestión y  prefiero que sea más sincera que florida”.
La muerte alcanza a todos pero no sucede lo mismo con su difusión que trasluce las desigualdades sociales.
Si uno ha de creerse todo lo que lee en el Times, los individuos con el mayor porcentaje de muertes son los presidentes de consejos de administración, según observación hecha por el señor [Simon de] Vaulchier. Los almirantes suelen tener en el Times necrologías más largas que los generales, seguía diciendo, y los arquitectos salen mejor parados que los ingenieros; los pintores llevan ventaja a otros artistas y aparentemente todos mueren en Woodstock, Nueva York. En cambio, al parecer, no fallecen ni mujeres ni negros.
Alden Whitman era consciente que algún día le tocaría a él ser ya no el redactor sino el principal protagonista de la nota.
Cuando Whitman fue llevado al Knickerbocker Hospital en Nueva York [por haber sufrido un ataque cardíaco], un redactor fue encargado de “poner al día su ficha”. Después de restablecerse, no leyó su necrología, ni espera leerla nunca, pero se imagina que constará de siete u ocho párrafos y que, cuando por fin se publique, dirá algo como: “Alden Whitman, miembro del personal del New York Times, que escribía las necrologías, murió anoche, de repente, en su domicilio, 600 West 116th Street, de un fuerte ataque al corazón. Tenía cincuenta y dos años…”.
Lo que en sus inicios fue una sanción, le permitió a Alden Whitman encontrar su vocación: “los editores del Times (…) creyeron castigarme trayéndome (…) encargándome la redacción de notas necrológicas. Nunca fui más feliz.”

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