martes, 6 de junio de 2017

Escritor, un oficio poco serio



Hay escritores que provocan admiración y envidia pero muchos inspiran lástima o desconcierto. Pío Baroja –citado por Francisco L. Urquizo- describe el diálogo sin desperdicio que mantuvo con su padre al comentar la posibilidad de convertirse en escritor.

Pensando y pensando entonces en lo triste que es no tener un cuarto y no sentirse con aptitudes para nada, se me figuró que quizás sirviera yo para literato.
-¿Qué te parece, papá, si me metiese a escritor?
-Pchs..., bien –me contestó mi padre, encogiéndose de hombros. En España es la profesión de todos los inútiles. Se dedican a ella los que no pueden ser abogados, ni tenientes, los que salen mal en las oposiciones a Correos y Aduanas... Siempre es más fácil hacer una zarzuela o un artículo de periódico que un mal cerrojo.
-¿De modo que no te parece absurda la idea?
-No. En España no hay nada absurdo más que el trabajo, la iniciativa y la generosidad..., lo demás, no.
-Pero, bueno; ¿te parece bien o no que me meta a escritor?
-Hombre, casi preferiría que te metieses a torero.
Comprendí que no le había gustado la idea, pero como no se me ocurrió otra cosa, me puse a escribir poesías, artículos para periódicos, novelas y aquí estoy como ustedes lo están viendo.

No sólo de la familia provienen las reacciones que inspiran los escritores. También sucede con conocidos y amistades; Carmen Martín Gaite comparte su experiencia al respecto.

(…) Luego ella me preguntó que si yo tenía novio. “Sí, señora, aquel de allí.” “¿Y qué hace?” “También escribe” –dije yo tras una vacilación-. Carmen Isasi, mientras detallaba el perfil aguileño de Rafael, emitió un profundo suspiro. “¡Ay, pobre!” –se limitó a comentar. No sé si se refería a él o a mí.

Una situación peculiar que se da con los escritores es la idea de que se dedican a algo que es muy fácil, que cualquiera podría hacer. Arturo Pérez-Reverte refiere algo que lo tuvo como protagonista: “(…) vino uno que me dijo: ‘Ah, don Arturo tal y tal. Pues es que yo quiero escribir una novela’. ‘¿Sobre qué?’, le pregunté. ‘Ah, no sé, quiero escribir una novela’. Y le dije: ‘¿Y por qué no compone usted una canción?’. ‘No, no, una canción es muy difícil’. En fin…”

Tal vez sea por ello que cuando topa con la burocracia, el literato se ve en serias dificultades, tal como le sucedió -de acuerdo a lo narrado por Silvina Friera- a Luis Sepúlveda.

En la era de la grafomanía, el oficio de escritor no se considera tal. Cualquiera puede “ejercerlo”, basta con escribir un relato o algo que se le parezca. El chileno Luis Sepúlveda siempre se acuerda de un oficial de aduanas de Quito. “Cada vez que tenía que mendigar una visa me preguntaba la profesión. Cuando le contestaba: ‘Escritor’, repetía: ‘Le he preguntado la profesión’.” Muchos, como ese oficial de aduanas, creen que los escritores escriben cuando tienen “mal de amores”, cuando hay luna llena o, con suerte, cuando reciben la visita de esa extraña dama llamada Inspiración.

Y es que hay que ser serios, ¿cómo hay gente a la que se le ocurre dedicarse a eso?

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