En nuestros tiempos se ha vuelto habitual la tala de
árboles por una amplia gama de “razones” tanto en el campo (obtener mucho
dinero con la venta de madera; dejar los campos aptos para el cultivo) como en
las ciudades (construir ejes viales, pasos a desnivel y nuevos edificios; sus
raíces son muy estorbosas).
No siempre ha sido así, tal como se desprende de lo
narrado por Simon Leys.
Los indios de la costa del Pacífico eran atrevidos
navegantes. Tallaban sus grandes piraguas de guerra en el tronco de uno de esos
cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste de América. La
construcción comenzaba por una ceremonia ritual al pie del árbol elegido, para
explicarle la necesidad urgente que tenían de talarlo, y pedirle perdón por
ello. Cosa curiosa, en el otro extremo del Pacífico, los maoríes de Nueva
Zelanda hacían piraguas parecidas ahuecando el tronco de los kauri; y también allí la tala era
precedida de una ceremonia propiciatoria para obtener el perdón del árbol.
Hay quienes consideran esos ritos como muestras
evidentes del atraso de los pueblos ancestrales. Para otros –entre ellos Leys- los
“primitivos” tienen mucho que enseñar a los “civilizados”.
Unas costumbres tan exquisitamente civilizadas como
éstas deberían avergonzarnos. Tal fue mi sentimiento la otra mañana; me habían
despertado los chirridos de una sierra mecánica que trabajaba en el jardín de
mi vecino, y, desde mi ventana, pude ver cómo éste –aparentemente sin haber
hecho ninguna ceremonia previa- dirigía la tala de un magnífico árbol que daba
sombra a nuestro rincón desde hacía medio siglo. Las grandes aves que anidaban
en sus ramas (una variedad de cuervos desconocida en el hemisferio Norte y que,
lejos de graznar, tiene un canto prodigiosamente melodioso), espantadas por la
destrucción de su hábitat, revoloteaban en vuelos frenéticos, lanzando desgarradores
chillidos de alarma. Mi vecino no es un mal tipo, y nuestras relaciones son
perfectamente corteses, pero me hubiera gustado cuando menos saber la razón de
su sorprendente vandalismo. Intuyendo sin duda mi curiosidad, me anunció
alegremente que sus arriates tendrían en adelante más sol.
Concluye Simon Leys con una cita de Paul Claudel a la
que es difícil dar crédito. “En su Diario,
Claudel menciona una explicación parecida dada por un vecino suyo de campo que
acababa de talar un olmo secular por el que el poeta sentía apego: ‘El árbol
ese daba sombra y estaba infestado de ruiseñores’.”
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