martes, 20 de junio de 2017

Irrespetuosos con los árboles


En nuestros tiempos se ha vuelto habitual la tala de árboles por una amplia gama de “razones” tanto en el campo (obtener mucho dinero con la venta de madera; dejar los campos aptos para el cultivo) como en las ciudades (construir ejes viales, pasos a desnivel y nuevos edificios; sus raíces son muy estorbosas).

No siempre ha sido así, tal como se desprende de lo narrado por Simon Leys.

Los indios de la costa del Pacífico eran atrevidos navegantes. Tallaban sus grandes piraguas de guerra en el tronco de uno de esos cedros gigantes cuyos bosques cubrían todo el noroeste de América. La construcción comenzaba por una ceremonia ritual al pie del árbol elegido, para explicarle la necesidad urgente que tenían de talarlo, y pedirle perdón por ello. Cosa curiosa, en el otro extremo del Pacífico, los maoríes de Nueva Zelanda hacían piraguas parecidas ahuecando el tronco de los kauri; y también allí la tala era precedida de una ceremonia propiciatoria para obtener el perdón del árbol.

Hay quienes consideran esos ritos como muestras evidentes del atraso de los pueblos ancestrales. Para otros –entre ellos Leys- los “primitivos” tienen mucho que enseñar a los “civilizados”.

Unas costumbres tan exquisitamente civilizadas como éstas deberían avergonzarnos. Tal fue mi sentimiento la otra mañana; me habían despertado los chirridos de una sierra mecánica que trabajaba en el jardín de mi vecino, y, desde mi ventana, pude ver cómo éste –aparentemente sin haber hecho ninguna ceremonia previa- dirigía la tala de un magnífico árbol que daba sombra a nuestro rincón desde hacía medio siglo. Las grandes aves que anidaban en sus ramas (una variedad de cuervos desconocida en el hemisferio Norte y que, lejos de graznar, tiene un canto prodigiosamente melodioso), espantadas por la destrucción de su hábitat, revoloteaban en vuelos frenéticos, lanzando desgarradores chillidos de alarma. Mi vecino no es un mal tipo, y nuestras relaciones son perfectamente corteses, pero me hubiera gustado cuando menos saber la razón de su sorprendente vandalismo. Intuyendo sin duda mi curiosidad, me anunció alegremente que sus arriates tendrían en adelante más sol.

Concluye Simon Leys con una cita de Paul Claudel a la que es difícil dar crédito. “En su Diario, Claudel menciona una explicación parecida dada por un vecino suyo de campo que acababa de talar un olmo secular por el que el poeta sentía apego: ‘El árbol ese daba sombra y estaba infestado de ruiseñores’.”

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