Fue
necesario que me encontrara con un artículo de Martín Caparrós para saber de la
existencia de Edward Bernays (Viena, 1891). “Su madre era la hermana de Sigmund
Freud; su padre era el hermano de la esposa de Sigmund Freud: era sobrino de
Freud por todos lados. Pero sus padres emigraron a Nueva York poco después; su
relación con su gran tío fue distante y fructífera.”
Emprendió
la lectura reflexiva de la obra de su célebre tío siendo estudiante en Cornell;
señala Caparrós que
(…) de
esas lecturas heredó la idea de que los hombres reprimen instintos oscuros,
peligrosos, siempre amenazantes –y, de otras y de sí mismo, la convicción de
que es necesario manejar a los hombres transformados en masa para que esos
instintos no produzcan las peores catástrofes. No era que no creyera en la
democracia, decía, y el derecho a elegir; suponía que esas elecciones debían
ser guiadas por personas con mayores luces. Para eso había que dar con las
técnicas que optimizaran este manejo.
Había
que encontrar maneras de incidir en las multitudes.
Fue
así que –siempre siguiendo a Caparrós- vendió guerra. “Tenía 25 años cuando le
propuso a Woodrow Wilson, el presidente americano, que justificara su entrada
en la Primera Guerra Mundial diciendo que América quería llevar la democracia a toda Europa.” El resultado superó las expectativas
y es por ello que “cuando estalló la paz, imaginó que podría usar su habilidad
para otros fines”.
Entonces
–señala Martín Caparrós- había llegado el momento de vender más cigarrillos
dado que el mercado estaba muy acotado.
En 1920
un fabricante de cigarrillos entendió que se estaba perdiendo la mitad de su
mercado –las mujeres no podían fumar en público– y lo contrató; Bernays
consultó a un psicoanalista, que le dijo que las más audaces veían el acto de
fumar como una rebelión contra el machismo. Bernays podría haber diseñado una
publicidad pero, en cambio, inventó una noticia: pagó a una docena de chicas
para que fumaran en medio de un gran desfile en la Quinta Avenida, les dijo que
llamaran a sus cigarrillos “antorchas de libertad” e invitó a periodistas. Al
día siguiente sus antorchas estaban en la tapa de todos los diarios.
Los
resultados no se hicieron esperar y Edward Bernays –de acuerdo con lo afirmado
por Caparrós- “insistió en esa línea, y progresó: montó una empresa, ganó mucho
dinero, escribió libros, se convirtió en una figura –y llegó a prestarle dinero
a su tío en un momento de zozobra.” Eso sí, tuvo mucho cuidado en que su
actividad no fuera identificada como propaganda. “No quiso definir su actividad
como propaganda porque el palabro se
asociaba con el enemigo alemán; se le ocurrió que podía llamarla public relations.”
Martín
Caparrós traza el recorrido ideológico de Bernays que “como es lógico, se fue escorando
cada vez más a su derecha; el anticomunismo de la Guerra Fría lo tuvo como gran
animador”.
Le
había llegado el momento de vender golpes de estado.
En los
cincuenta trabajó para una compañía llamada United Fruit, que manejaba como
feudos países caribeños –de donde la expresión “republiqueta bananera”–, y
consiguió convencer a los americanos de que un presidente guatemalteco, Jacobo
Árbenz, que quería recortar sus privilegios, era un peligroso comunista.
Estados Unidos mandó derrocarlo.
Concluye
Caparrós el perfil de su personaje. “Edward Bernays vivió muchos años más y
nunca dejó de escribir, aconsejar, manipular (…) Se murió en 1995, a sus 103,
entre perplejo y satisfecho: su invento ya parecía tan natural que nadie
recordaba que él, alguna vez, lo había inventado”.
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