martes, 25 de julio de 2017

Relaciones públicas, que no propaganda


Fue necesario que me encontrara con un artículo de Martín Caparrós para saber de la existencia de Edward Bernays (Viena, 1891). “Su madre era la hermana de Sigmund Freud; su padre era el hermano de la esposa de Sigmund Freud: era sobrino de Freud por todos lados. Pero sus padres emigraron a Nueva York poco después; su relación con su gran tío fue distante y fructífera.”

Emprendió la lectura reflexiva de la obra de su célebre tío siendo estudiante en Cornell; señala Caparrós que

(…) de esas lecturas heredó la idea de que los hombres reprimen instintos oscuros, peligrosos, siempre amenazantes –y, de otras y de sí mismo, la convicción de que es necesario manejar a los hombres transformados en masa para que esos instintos no produzcan las peores catástrofes. No era que no creyera en la democracia, decía, y el derecho a elegir; suponía que esas elecciones debían ser guiadas por personas con mayores luces. Para eso había que dar con las técnicas que optimizaran este manejo.

Había que encontrar maneras de incidir en las multitudes.

Fue así que –siempre siguiendo a Caparrós- vendió guerra. “Tenía 25 años cuando le propuso a Woodrow Wilson, el presidente americano, que justificara su entrada en la Primera Guerra Mundial diciendo que América quería llevar la democracia a toda Europa.” El resultado superó las expectativas y es por ello que “cuando estalló la paz, imaginó que podría usar su habilidad para otros fines”.

Entonces –señala Martín Caparrós- había llegado el momento de vender más cigarrillos dado que el mercado estaba muy acotado.

En 1920 un fabricante de cigarrillos entendió que se estaba perdiendo la mitad de su mercado –las mujeres no podían fumar en público– y lo contrató; Bernays consultó a un psico­analista, que le dijo que las más audaces veían el acto de fumar como una rebelión contra el machismo. Bernays podría haber diseñado una publicidad pero, en cambio, inventó una noticia: pagó a una docena de chicas para que fumaran en medio de un gran desfile en la Quinta Avenida, les dijo que llamaran a sus cigarrillos “antorchas de libertad” e invitó a periodistas. Al día siguiente sus antorchas estaban en la tapa de todos los diarios.

Los resultados no se hicieron esperar y Edward Bernays –de acuerdo con lo afirmado por Caparrós- “insistió en esa línea, y progresó: montó una empresa, ganó mucho dinero, escribió libros, se convirtió en una figura –y llegó a prestarle dinero a su tío en un momento de zozobra.” Eso sí, tuvo mucho cuidado en que su actividad no fuera identificada como propaganda. “No quiso definir su actividad como propaganda porque el palabro se asociaba con el enemigo alemán; se le ocurrió que podía llamarla public relations.”

Martín Caparrós traza el recorrido ideológico de Bernays que “como es lógico, se fue escorando cada vez más a su derecha; el anticomunismo de la Guerra Fría lo tuvo como gran animador”.

Le había llegado el momento de vender golpes de estado.

En los cincuenta trabajó para una compañía llamada United Fruit, que manejaba como feudos países caribeños –de donde la expresión “republiqueta bananera”–, y consiguió convencer a los americanos de que un presidente guatemalteco, Jacobo Árbenz, que quería recortar sus privilegios, era un peligroso comunista. Estados Unidos mandó derrocarlo.

Concluye Caparrós el perfil de su personaje. “Edward Bernays vivió muchos años más y nunca dejó de escribir, aconsejar, manipular (…) Se murió en 1995, a sus 103, entre perplejo y satisfecho: su invento ya parecía tan natural que nadie recordaba que él, alguna vez, lo había inventado”.

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