El creyente que asumía la fe con todo y
dudas. El de la palabra incómoda tanto para adversarios como correligionarios.
León Felipe. El de los dos nombres indisociables. El enemigo declarado de la
riqueza. El que huía de las concertaciones indignas. León Felipe. El rebelde de
voz rasposa. El blasfemo.
Coincidieron en su exilio en México. Tan
distintos, tan parecidos. Max Aub lo describe en la intransigencia de su obra
que si no cedía ante Dios menos lo haría en la confrontación con los ídolos de
su tiempo.
La poesía de León Felipe es una poesía
de gran primer actor, que él declama en el proscenio del gran teatro del mundo;
una poesía grandilocuente –grande en su elocuencia- que recita frente por
frente a Dios –su público- en quien a veces cree y otras no. Rebeldía
desesperada contra la falta de sentido del universo; grito desgarrador del
hombre que no sabe para qué ni por qué ha nacido. Muge, blasfema para ver quién
le responde, y sólo oye su eco. No hay Dios que valga. Esa gran protesta humana
sólo la podía escribir, en nuestro tiempo, un español o un judío. Y León
Felipe, sea o no judío –eso nunca se sabrá- fue español hasta el tuétano.
Se llamó León Felipe Camino, y he aquí
que su apellido le abrió los horizontes (…)
León Felipe fue el último profeta, el
que se mete en la piel de todos (…), a ver si Dios lo fulmina o destroza el
mundo maldito donde el hombre honrado tiene que vivir doblegado de miserias
bajo la férula de los que no lo son. (…)
Yo no sé si es poesía, pero, si no lo
es, es algo más: grito de horror de un hombre solo y desnudo que va hundiéndose
lentamente en una ciénaga, sin remedio. Algo más que poesía, un documento
humano que queda ahí, clavado, para remordimiento
de Dios. (…)
Cincuenta años después, León Felipe
termina y remata en brama la triste visión española del 98, sin dejar de
decirles a los pocos que todavía viven:
Miradla:
los mastines del 98, que en cuanto ganasteis la
antesala dejasteis
de ladrar, pactasteis con el mayordomo y ahora
en el destierro
no podéis vivir sin el collar pulido de las
academias.
Es así como León Felipe se transforma en
incómodo compañero de exilio (porque “un rico ya no es un exilado, aunque sea
español” al decir de Aub); el silencio indulgente, la plática conciliatoria, la
actitud diplomática, no le concernían; no eran asunto suyo. Continúa Max Aub
con el perfil del poeta.
Un poco más joven que Juan Ramón,
Díez-Canedo, Enrique de Mesa; un poco más viejo que Guillén, Salinas o Gerardo
Diego; León Felipe es –él solo una generación aparte. (…)
León es Job, con su casa deshecha,
sentado en la ceniza, roído por la mugre que Dios nos ha echado encima, le
salva su blasfemia, porque el que grita tiene fe mientras los que callan están
muertos o heridos de muerte por la gran lanzada de la cobardía.
El gran mal de nuestro tiempo es el
miedo, y la cobardía que engendra, con su pus y sus babas; ya casi nadie sabe
decir que no, refocilándose en el olvido, ya casi todos aceptan cualquier
vergüenza con tal de que les dejen descansar en paz. No exceptúo a los que
salieron de España; los años nos han dejado calvos, muchos se han hecho ricos y,
en un país capitalista, un rico ya no es un exilado, aunque sea español.
(…) León Felipe, ese Empecinado, que no busca la libertad
sino la justicia, y, porque Dios no la da, batalla, desbarata, rompe, hace
guerra empuñando la espada de su verso roto, jugando las armas de las palabras
en su puño de campesino castellano, mano a mano, cara a cara, cuerpo a cuerpo,
clamando y reclamando, por lo menos, los derechos de la blasfemia.
León Felipe, genio y figura hasta la
sepultura. En los últimos años de vida siguió librando sus batallas pero ahora silenciosamente
y en el aislamiento. Max Aub escribe el 26 de julio de 1963 (cinco años antes
de la muerte del poeta).
Comida con Silva Herzog –que invita- y
León Felipe. Los dos, viejos: el uno ciego, el otro con ganas de morir. Yo,
sesenta; don Jesús, setenta; León, ochenta. León, amargo, desengañado, con la
seguridad de que su obra no vale nada.
-Nada vale nada.
No lee, no escribe.
Para el final de estas líneas citemos al
propio León Felipe en ocasión de hablarle recio a la muerte.
Y ahora pregunto aquí: ¿quién es el
último que habla,
el sepulturero o el Poeta?
¿He aprendido a decir: Belleza, Luz,
Amor y Dios
para que me tapen la boca cuando muera,
con una paletada de tierra?
No.
He venido y estoy aquí,
me iré y volveré mil veces en el Viento
para crear mi gloria con mi llanto.
¡Eh, muerte… escucha!
Yo soy el último que hablo (…)
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