martes, 12 de septiembre de 2017

Crónica de un terremoto


Hace unos días buena parte del territorio de México fue cimbrado por un sismo de proporciones considerables y la mayor parte de los estragos se presentaron en  los estados de Oaxaca y Chiapas. En Ciudad de México no hubo daños mayores pero quienes aquí vivimos quedamos, como sucede habitualmente, conmocionados por el acontecimiento lo que se aprecia en las preguntas obligadas por estos días: ¿dónde te agarró el temblor?, ¿lo sentiste feo?, ¿saliste a la calle?, etc. Y cada quien cuenta muchas veces sus vivencias sísmicas.

¿Cómo se vivían los movimientos de tierra en el pasado? Seguramente desde siempre produjeron gran impacto y prueba de ello es el extenso artículo publicado por el Duque Job -Manuel Gutiérrez Nájera- en el periódico La Libertad del 23 de junio de 1882 (citado por Blanca Estela Treviño).

¡Si hubieras podido contemplar el espectáculo que presentaba la ciudad en ese instante! La mueca trágica y el guiño cómico se miraban confundidos, como en los dramas de Shakespeare. Los dependientes saltaban el mostrador de las tiendas e iban a arrodillarse en medio de la calle. Los jugadores se asomaban a las puertas de Iturbide con los tacos en las manos. Un escribano bajó las escaleras de su casa en mangas de camisa. Aquella acartonada lady yanqui se tendió boca abajo sobre el piso. Todos interrogaban los edificios oscilantes con miradas de pavor, como el náufrago, sacudido por las olas, interroga el oscuro seno de los mares.
Los rieles del tramway, movidos por el terremoto, se agitaban espejeando como dos víboras de plata.
Y de las puertas cuyas mamparas se columpiaban tristemente, salían como en tumulto, hombres de bata, damas cubiertas apenas por el ligero peinador, niños trémulos, e iban a arrodillarse en medio del arroyo, con las manos cruzadas sobre el pecho, clavados los ojos en el cielo.
El sol, indiferente, derramaba su luz cruda sobre esta escena desgarradora. Las aves, sintiendo que los edificios vacilaban, salían de las cornisas y tejados agitando sus alas con espanto. En ese instante los ateos creían en Dios.
La madre corría a la cama donde descansaba el pequeñuelo, para llevarlo por la calle. Los prudentes se colocaban en los quicios de las puertas. Los que no decían ¡Jesús!, proferían lo más enérgico de las interjecciones españolas. Mientras las torres de la Catedral se dirigían sendos saludos, inclinando sus enormes sombreros de campana, un ratero hacía cosecha de relojes en la plaza.
En los salones de las fondas, quedaban los sombreros y bastones, huesos a medio roer y botellas volcadas en el suelo. La grasa se cuajaba en los platos y el vino se evaporaba en las copas. Algunos salieron a la calle con la servilleta puesta, y otros levantaban al cielo sus manos armadas de tenedores. Ninguno, sin embargo, atendía en esos momentos a los cómicos episodios ni a las figuras caricaturescas. (…)
La Catedral se asemejaba a un hipopótamo fabuloso que fuera a triturar con su pezuña de granito las copas de los fresnos y el gran Zócalo de piedra. Las fachadas hacían muecas de clown, y las cruces en lo alto de las torres parecían gimnastas en trapecio.

Los segundos o minutos que dura el fenómeno parecen, en realidad son, interminables.

¿Cuántos minutos habían transcurrido? Un segundo o un siglo. El tiempo no se mide con los cronómetros. Es un viejo enfermo, que de improviso corre como un mozo.
En aquellos instantes de terror, los minutos fueron horas, días, años, como lo son para los tomadores de opio. Las ideas se atropellaban en los cerebros, como los espectadores al salir de un teatro que se incendia. Medimos el tiempo como lo mide el pasajero en el puente de un barco que va a hundirse.
Por una delicadeza de las leyes naturales, en ese instante se detuvieron los relojes.

Y en ese período –tal como señala el Duque Job- las ideas catastróficas vienen en tropel.

En aquellos segundos de congoja, las ideas pasaron por los cerebros con una rapidez de cinco mil leguas por hora. Un panorama de cataclismos, desarrollándose al girar, como la tela de un transparente, presentó sus cuadros torcidos, sus figuras chuecas y sus escenas de desplome, a la imaginación de aquella muchedumbre. (…) Yo vi bailar en el espacio azul la esbelta cúpula de Santa Teresa, como si algún gigante de buen humor hubiera lanzado al viento su montera; me pareció que las columnas del teatro avanzaban sobre mí a paso de carga; sentí sobre mi cabeza las herraduras del caballo que monta Carlos IV, y en un momento de pavor creí que la estatua de Colón jugaba a la pelota con el mundo. El viento movía los anchos pliegues de los hábitos que visten los frailes en el monumento de Colón y las guedejas pétreas de sus barbas. La robusta matrona que representa la ciudad de México, me llamaba con movimientos de sirena. San Agustín, en el bajorrelieve de la Biblioteca, sufría un vértigo, y el ángel que corona la torre de Jesús agitaba sus alas, como águila que va a tender el vuelo. ¡Oh, cuántas ideas caben en dos minutos y treinta y tres segundos! Las casas se desmoronaban ante mis ojos, como castillo de barajas; las piedras caían mezcladas con cabezas, y apenas si quedaban algunos paredones oscilando, como ebrios en la puerta de una taberna. Caídas las fachadas, se miraba el interior de algunas casas: desmelenados y aturdidos bajaban los vecinos por las ruinosas escaleras, cuyas gradas se movían como pedales de piano; en una alcoba alzaba desde la cuna sus bracitos flacos un pobre niño abandonado; las grandes vigas se columpiaban un momento en el espacio, y caían a plomo aplastando cabezas y desquebrajándose; remolinos de polvo se levantaban ocultando todo, y un inmenso clamor, compuesto de imprecaciones y plegarias, subía al cielo.

Pocas felicidades son tan intensas como la experimentada al final del terremoto cuando –afirma el Duque Job- todo vuelve a su sitio.

De repente pasó la borrachera, los santos de piedra se recogieron en sus nichos, cesó el cancán de las torres, y se fueron desvaneciendo en el espacio los cuadros que dibujaba la imaginación. (…) 
Pero ha pasado ya la pesadilla, despertamos y volvemos en torno la mirada. Las cosas todas están en sus puestos. La tierra no se mueve, los armarios están tranquilos. (…)
Los transeúntes se saludan en las calles, como si volvieran de un largo viaje. Comienza a borrarse de los rostros la palidez del miedo, y respiran con más desembarazo los pulmones. Los que han tenido más terror, experimentan las agradables emociones del convaleciente que vuelve a la vida. Las rosas parecen más frescas, y más bellas las mujeres.
Se ve el cielo más azul, y se acaricia la cabeza del niño que todavía solloza en un rincón. De cuando en cuando, sin embargo, se alza la cabeza para mirar si no se mueven los candiles y si el cordón de la campanilla se está quieto. Las cuarteaduras de la pared inspiran miedo.
Por la noche, las jóvenes acercan sus catres a la cama de la madre, y despiertan a cada instante sobresaltadas, creyendo que se repite el terremoto. El botiquín de la casa, abierto de par en par, muestra los deshechos paquetes de tila y las rugadas hojas de naranjo. Los padres refieren con espeluznantes detalles el terremoto que derribó la cúpula de Santa Teresa. Los chiquitines se duermen en las rodillas de la madre, y los novios amartelados de las niñas hablan poco de amor. Al día siguiente, están muy concurridas las iglesias. Se oye misa con gran devoción, y al salir del templo los novios, aprovechándose del tumulto, se aprietan la mano furtivamente.
En la noche, el amante cobra con usura el beso que no pudo recibir la víspera.
Toma el té. Ya ha pasado el terremoto. Estamos juntos y te arrío. La muerte no acobarda más que a los enamorados que están ausentes. Si ha de venir, que nos mate a los dos de un mismo golpe. (…)
Pero la tierra no vacila ya; tu corazón late más sosegado, y la lámpara azul de tu alcoba no se columpia como la Sara del poeta. Ven conmigo; acabemos de comer. 

Si en pleno terremoto -como dice el Duque Job- hasta “los ateos creían en Dios”, ahora que todo acabó para muchos ya es hora de regresar a su ateísmo.

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