El vínculo con el mundo y sus
circunstancias se construye desde la lengua materna, lo que da lugar a
situaciones asombrosas; Paul Auster nos da a conocer una joya del género
Hará unos veinte años, estaba viendo el
informativo de la noche cuando dieron una noticia sobre alguna ciudad sureña
cuya junta educativa –debido a dificultades presupuestarias, creo- había
decidido prescindir de la enseñanza de lenguas extranjeras. Entrevistaron ante
la cámara a una serie de ciudadanos de la localidad pidiéndoles su impresión
sobre el cambio de situación, y un hombre dijo (y cito textualmente; sus
palabras se cincelaron a fuego en mi cerebro y se me han quedado grabadas desde
entonces): “A mí no me parece mal, no me plantea ningún problema. Si el inglés
era suficientemente bueno para Jesucristo, también lo es para mí”.
Solamente es posible otorgar credibilidad
al suceso porque Paul Auster es un escritor de indiscutible prestigio, que si
no… Y concluye con un breve comentario sobre la cuestión
Por estúpido e inquietante que sea el
comentario (y cómico también, desde luego), parece tocar un aspecto fundamental
de la idea de lengua materna. Uno está tan imbuido de su propia lengua, la
percepción del mundo se halla tan profundamente moldeada por el idioma que uno
habla, que a cualquiera que no hable como uno se le considera un bárbaro; o a
la inversa, resulta inconcebible que el hijo de Dios haya hablado un idioma
distinto del propio, porque él es el mundo, y el mundo solo existe en una sola
lengua, que casualmente es la propia.
A lo anterior me permito agregar un
cuestionamiento de lógica impecable -de autor desconocido- que evoco en este
momento: “Si Jesús era judío, ¿cómo es que tiene un nombre mexicano?”
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