jueves, 3 de mayo de 2018

Anacronismo del paraguas


Llama la atención que en estos tiempos de avances impresionantes en muy diversas áreas, el paraguas permanezca desde siempre muy parecido a sí mismo. Sí, ya lo sé, se podría argüir que se le han hecho pequeñas innovaciones, sin embargo no solucionan sus problemas históricos. Los paraguas -aun cuando nadie puede negar que en días lluviosos es mejor tenerlo que carecer de él- otorgan beneficios a su portador muy por debajo de lo esperado. Para Ramón Gómez de la Serna el asunto inicia en sus problemas de identidad.

Nadie ha sabido clasificar el paraguas hasta hoy. No es sabe si es un bastón con faldas, o un murciélago inmenso, o un palio profano, o un aparato de pesca o un bacalao de foca.
La misma academia de la lengua tiene que distinguirlo como “un utensilio portátil para resguardarse de la lluvia, compuesto de un bastón y un varillaje cubierto de tela que puede extenderse o plegarse”.
Quien no conociese el paraguas familiarmente, ¿podría hacerse una idea de lo que es el paraguas de acuerdo con esa definición?
El paraguas no es un bastón. Prueba de ello es que los que llevan un eje de paraguas mondado como bastón, no pueden presumir más que de puño de bastón, pues todo el mundo nota que no se trata de una guía dorsal de paraguas.
En cuanto a que el paraguas se extienda o se pliegue también es un decir. Muchas veces no quiere extenderse y otras muchas veces no quiere plegarse.

Ahora sí que, de acuerdo al dicho popular, desde su aparición a la fecha ya llovió. Homero Alsina Thevenet data su origen en el siglo XVII (aunque en opinión de Noel Clarasó fue muy anterior: “el paraguas, lo mismo que la pólvora, es un invento chino”).

Los primeros paraguas registrados como tales en la historia son de 1637 y figuran en un inventario de efectos personales dentro de la familia de Luis XIII, rey de Francia. En los dos siglos siguientes el paraguas fue considerado como un utensilio estrictamente femenino, quizás por derivar de la sombrilla o quizás porque era un accesorio para cuidar los complicados arreglos del cabello. Su peso habitual era cercano a los dos kilos, hasta que en 1852 Samuel Fox (de Yorkshire, Inglaterra) consiguió acoplar la tela impermeable y las varillas de acero plegables, creando un formato que se ha mantenido hasta hoy.

Tuvo que pasar más de un siglo –continúa Alsina Thevenet- para que los varones comenzaran a utilizarlo imitando a Jonas Hanway quien fuera precursor en la materia.

Entre uno y otro extremo, algunos hombres se atrevieron a utilizar un paraguas en público, pero fueron considerados audaces, extravagantes o afeminados. El adelantado en la materia fue el filántropo Jonas Hanway, en Londres, hacia 1750. Había vuelto de un largo viaje por Rusia y Persia, de donde trajo la innovación, pero durante unos treinta años no tuvo imitadores.

Difícil de creer pero según uno de sus biógrafos -citado por Homero Alsina Thevenet- debido a su osadía Hanway "se vio obligado a sufrir los insultos de los cocheros y la crítica de las personas devotas, quienes sostenían que el hombre desafiaba el propósito celestial de la lluvia que era empapar a la gente".

Con el pasar de los años su uso se fue difundiendo entre la población, pero de a momentos hizo furor lo que Noel Clarasó atribuye a la incidencia del cine en el comportamiento colectivo.

Este año [1964], en toda Francia, se ha puesto de moda, debido al éxito de la película de Jacques Demy “Los paraguas de Cherburgo”, que ha hecho llorar a muchos franceses y francesas. Ellas, cuando les preguntan por qué usan otra vez paraguas, dicen: “Porque así se puede llorar sin que nadie se entere”. En Francia, en 1963, se han vendido 500.000 paraguas, el 90 por ciento paraguas de mujer.

Lo cierto es que perviven severos defectos en el diseño del paraguas, tal como lo demuestra el hecho de que ante fuertes ráfagas de viento no sólo no cubre sino que rápidamente queda inservible. Tal vez a ello alude Rius cuando lo define como un objeto que se utiliza “para mojarse poco a poco…”, como Ramón Gómez de la Serna: “El inventor del paraguas inventó una aberración de la naturaleza. (…) El paraguas tiene los huesos flojos y tiene escalofríos que nos transmite. (…) Pero llevar bien un paraguas es lo que no se puede. Enseguida parece uno un desdichado.”

Al colapsar la primera varilla todo será cuestión de tiempo, el deterioro ha dado inicio y -más pronto de lo que se hubiese deseado- habrá que adquirir otro, aunque cabe acotar que anteriormente existió el oficio de paragüero desempeñado por algunas personas que ofrecían sus servicios a voz en cuello por los diferentes barrios de las ciudades; Gesualdo Bufalino evoca a uno de ellos que también restauraba platos rotos.

Si una ráfaga tramontana había arruinado el toldo de un paraguas y averiado su trama de varillas; si un plato se había roto o agrietado, nada de miedos. Se esperaba oír detrás de la puerta la voz de Minucu U paracquaru: “Cu ha’ cunzari paracqua e piatti” (“¿Quién tiene paraguas y platos que reparar?”); y entonces, en pocos segundos, y tras de una audaz maniobra con pinza y alambre, los paraguas volvían a contener la lluvia y las vajillas a colmarse de suculentas sopas.

Pero esto es historia.

¿A qué se debe que las grandes innovaciones de nuestro tiempo no hayan alcanzado al paraguas? ¿Será que habrá que agregarlo al listado enunciado por Umberto Eco de objetos que son inmejorables?

El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se ha inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. Hay diseñadores que intentan mejorar, por ejemplo, el sacacorchos, con resultados muy modestos: la mayoría de ellos no funciona. Philippe Starck intentó mejorar el exprimidor, pero su modelo (para salvaguardar una determinada pureza estética) deja pasar las semillas. (…) Podríamos añadir la bicicleta y también las gafas. Por no hablar de la escritura alfabética. Una vez alcanzada la perfección, es imposible superarla.

Me niego a creerlo. Si el paraguas que conocemos es manifestación de perfección, pues esta perfección como que es muy imperfecta (y sabrán disculpar la redundancia). No se crea que somos muy originales en nuestra demanda, veamos lo que apuntaba Ildefonso Julio Zavalla en 1949.

Todavía no se ha inventado un sustituto, menos antiestético, del paraguas. La gente que transita llevan­do sobre sus cabezas esa especie de toldo semiesférico no advierte, por fuerza de la costumbre, su ridícula figura. El hombre no quiere mojarse en días de lluvia. Y le basta con proteger la cabeza para hacerse la ilusión de que ha vencido al mal tiempo. Abre sobre sus hombros la negra cúpula de su paraguas y, desde ese instante, cree que la lluvia cumple la misión de justificar el uso de aquel artefacto. En las anchas avenidas la multitud semeja un desfile de lentos aeróstatos, paisaje grotesco de la ciudad. Cada peatón lleva su techo de tela, y lo abre y lo cierra, según arrecie o escampe el agua.
Cada día se hace más necesaria una innovación en esta forma de protección de la lluvia. Y sin embargo, pese a las modernas maravillas de la ciencia, persiste el adefesio del paraguas que tiene su origen en el remoto quitasol que usaban los chinos antes de la aparición de Cristo. Hasta los asirios lo usaban. No sólo lo hemos visto en bajorrelieves de Nínive, sino también reprodu­cido en sepulcros de Tebas y Menfis. Compréndese, pues, sin mayor esfuerzo que la humanidad muy poco se ha preocupado por hallarle al paraguas un sustituto, lo cual parecería demostrar que el hombre, sin paraguas y bajo la lluvia, debe mojarse, necesariamente.

Por si lo anterior fuera poco, el paraguas tiene otras dificultades y una de ellas está dada por el gran enigma: ¿cómo saber cuándo salir de casa con él? Pocos son los elegidos que aciertan con frecuencia. La mayoría nos la jugamos a portar con él a riesgo de que a la postre resulte innecesario. A este respecto Bergen Evans dice que quienes llevaban paraguas tanto antes como ahora eran mirados “con envidia cuando llueve y con desdén cuando no llueve”. Y claro está, en la lista de problemas no es posible omitir la facilidad con que se extravían, lo que lleva a que Coco Manto afirme que “los paraguas se hicieron para ser olvidados”.

Pero no se trata de ser ingratos, con todos sus asegunes este objeto nos es entrañable por lo que concluyamos con un apunte nostálgico de Ramón Gómez de la Serna: “El paraguas tenía grande importancia y era palio de noviazgos nacidos bajo su luto, ayudando a caminar con la lluvia metida en el bolsillo.”

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