martes, 11 de septiembre de 2018

El mole, incitación al pecado gastronómico/1


De entre los distintos platillos de la comida mexicana, el mole ocupa un lugar muy especial en las preferencias de los comensales; José Luis Martínez propone una pormenorizada descripción de su origen.

El concepto mole data del México anterior a la Conquista. La palabra molli, que se ha traducido ya como guisado o como salsa, agrupa preparaciones que llevan chile, tomate, semillas y especias para sazonar. En sus primeros registros se le llamó chimolli, después clemole y tlemole y finalmente mole.
Las primeras referencias escritas del mole se deben a los testimonios que dejaron frailes y cronistas españoles. En esos primeros escritos sobre los pueblos conquistados se distingue como pieza importante de su alimentación bajo el nombre de chimolli, pero también se le apuntó como comida relacionada con sacrificios humanos e idolatría. El Códice Florentino recoge una versión en náhuatl de mole de guajolote que se ha señalado como compuesto de chile amarillo y pepitas de calabaza. Fray Bernardino de Sahagún en su clásico Historia general de las cosas de Nueva España registró pipián y chimolli. Este último, dijo, se preparaba con chile y tomate.
Al chimolli se le asoció con sacrificios. Bernal Díaz del Castillo dijo que los aztecas querían matarlo a él y a sus compañeros para comer sus carnes y que para eso ya tenían lista una olla con chile, tomates y sal. La idea de que el mole estaba emparentado con la idolatría continuó en el siglo XVII. Gemelli Carreri decía que después de los sacrificios llevados a cabo por los aztecas se comían brazos y piernas de los inmolados en chimolli o salsa picante, mientras que fray Juan de Torquemada señaló las ofrendas a los falsos dioses mesoamericanos que incluían tamales y molcajetes llenos de chimolli.

Con el paso de los siglos –continúa José Luis Martínez- el mole se fue transformando debido a las innovaciones de anónimos amantes de la buena cocina.

Las referencias al mole en el siglo XVIII lo señalan como comida característica de la Nueva España junto con enchiladas, frijoles, pulque y tepache y los recetarios de ese siglo dan en detalle su preparación. Las recetas novohispanas permiten ver que la línea divisoria entre los moles era muy sutil. Un mole de Oaxaca se preparaba con chile ancho, jitomate, caldo, pan para espesarlo y especias, ajo, canela, pimienta y clavo. Una versión de un clemole poblano llevaba chile ancho, tomates y jitomates, pimienta, canela, jengibre, cilantro y comino. La confección de otro clemole poblano, señalado como sabroso, también podía hacerse con chile, tomate, caldo, epazote, hoja de aguacate, sal y maíz molido para espesarlo, pero uno más clasificado sólo como clemole, es decir la salsa para acompañar carne de guajolote o manitas de cerdo, se recomendaba con chile, tomate molido, caldo, pan y epazote.
En el siglo XIX los moles incorporan otros elementos en sus dos versiones más difundidas, el mole de guajolote y el mole poblano. La preparación de estos moles es muy similar. Ambos pueden llevar ajonjolí espolvoreado al servirse y sólo se distinguen ocasionalmente porque el llamado mole de guajolote lleva carne de cerdo y el poblano algún vino o anís, pero ninguno de los dos chocolate. Las versiones consignadas en los recetarios poco a poco se unirán para formar finalmente el mole poblano de guajolote.

A partir de los años veinte del siglo pasado -de acuerdo a lo que señala José Luis Martínez- se produjo un cambio significativo con la incorporación de este platillo como uno de los pilares de la cocina mexicana, tan importante a la hora de fortalecer la identidad.

Al mediar precisamente los años veinte su registro dio un gran giro. Se optó por recrearlo y convertirlo en un plato nacional fino, producto de la alta cocina y además del gusto de todas las clases sociales. Por medio de una narración que con el tiempo se convertiría en el gran mito de la cocina mexicana, el mole se acercó al lugar que desde entonces se pensaría como el nicho de la cocina mexicana, el convento de monjas.
La primera narración que da cuenta de la supuesta invención del mole se debe a la pluma de Carlos de Gante. Este abogado y periodista poblano decía que su ciudad natal se distinguía por su rica alfarería, sus chinas poblanas y el mole de guajolote. Sus declaraciones no eran ajenas a la recuperación del ex convento de Santa Rosa. Parte de esta construcción todavía en 1968 funcionaba como vecindad. Se recuperó totalmente en 1970, y tres años más tarde se abrió allí el Museo de arte popular poblano. Cuando Gante publicó su artículo Santa Rosa de Lima y el mole de Guajolote el 12 de diciembre de 1926, dijo que en la hermosa cocina de Santa Rosa, entonces en ruinas, se había inventado ese mole, y era por lo tanto un lugar santo. El mismo presidente Plutarco Elías Calles había acudido al sitio el 20 de septiembre del mismo año, como lo señala un banderín que celosamente guarda el museo, para apoyar el rescate del edificio empezando por su bella cocina.

De acompañamiento adecuado en la antropofagia a platillo surgido de las bondades del convento, las distancias son significativas. José Luis Martínez prosigue con su análisis.

Pero ¿qué plantea la historia escrita por Carlos de Gante? Un origen milagroso. Unas monjas blancas, que en el siglo XVII y por inspiración divina prepararan un mole de guajolote para el obispo Manuel Fernández de la Cruz. A este dignatario de la Iglesia agradó el nuevo plato sobremanera, mismo que saboreó acompañado de tamales y pulque, al que también llamaron vino nacional. De inmediato dio órdenes para que se hiciera una cocina de rica decoración que correspondiera al plato que desde entonces fue proclamado como platillo mexicano. Esta reinvención se ha visto como un baño purificador hecho a un plato que en la misma narración se admite que era prehispánico, y el guajolote que incluyó pasó de considerarse un animal feo y sucio a carne bondadosa. La propuesta del mole inventado en un convento quitó la sombra azteca de los sacrificios y la idolatría, y en su lugar se puso a unas monjas cercanas a Dios. A partir de entonces adquirió fuerza la celebración del mole y sus recetas, a imitación de la que se dijo usaron las monjas, aparecerán con más ingredientes incluyendo el chocolate.

Fue así como –sostiene José Luis Martínez- el mole devino en leyenda y comenzaron a aparecer estudios y artículos que a él referían.

De inmediato surgieron otras versiones de este portentoso invento. Artemio de Valle Arizpe puso atención al mole. Después de elogiar pebres, torrejas y compotas a las que relacionaba únicamente con criollos, españoles, virreyes, dignatarios de la Iglesia y personajes célebres como Sor Juana Inés de la Cruz, y señalar los guisados de chile y el pulque como de baja categoría, modificó su posición. El colonialista por excelencia publicó la historia del mole en El Universal en 1927 y después en su libro Del tiempo pasado en 1932. En su versión que tituló El mole de guajolote hizo alteraciones a la narración original. Habló de una única inventora, Sor Andrea de la Asunción, supuestamente famosa por sus aficiones culinarias. Esta monja confeccionó para el virrey "plato en el que está el espíritu de México y con ello perfeccionó el arte culinario proveniente del México prehispánico: el mole". Aunque después aparecieron otras versiones que atribuían el mole a distintos personajes, por ejemplo, a un monje llamado Pascual Bailón que accidentalmente dejó caer una serie de ingredientes en una olla, la historia que se reprodujo constantemente fue la de la monjita de Santa Rosa.
El mole se volvió un plato adecuado para usarse como emblema de la cocina mexicana. (…)
Finalmente también en los años cincuenta a la leyenda del mole de guajolote se añadieron otras dos, la que cuenta la invención de los chiles en nogada hechos supuestamente para Agustín de Iturbide, y la del rompope atribuido a las monjas poblanas de Santa Clara. Se unieron de esta forma varios portentos culinarios que a manera de columnas sostienen la fama gastronómica de la ciudad de Puebla y del estado mismo. (…)
El siguiente paso en la historia del mole de guajolote con repercusiones para la cocina de Puebla fue considerarlo como plato barroco. Fernando Benítez fue uno de los primeros en darle ese nuevo título basado en lo que a su vez afirmó Alfonso Reyes en el sentido de que tal plato sólo era comprensible en el ámbito barroco de Puebla. Al mismo tiempo se juntó con otro símbolo regional, el de la china poblana. A partir de entonces y hasta prácticamente el fin del milenio el mole, considerado un guisado de carne muy usado en México, es el más ovacionado. El mole está íntimamente relacionado con la reputación culinaria de Puebla. Su fama diluye cualquier otra propuesta.

Como es de suponer, los expertos en gastronomía no logran ponerse de acuerdo en dónde se come el mejor mole del país. La controversia está abierta y así permanecerá hasta el final de los tiempos.

Seguiremos con el tema.

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