jueves, 13 de septiembre de 2018

El mole, incitación al pecado gastronómico/2


Tanto el uso del plural para referirse a su amplia variedad como el papel protagónico de las religiosas en su elaboración están -según José N. Iturriaga- fuera de toda discusión.

Del mole poblano hay más de 50 versiones y encabezan la lista las recetas de las monjas del convento de Santa Rosa, seguidas por las de los conventos de Santa Mónica, Santa Teresa y Santa Clara, todos de la ciudad de Puebla. El común denominador son cuatro chiles imprescindibles: anchos, mulatos, pasillas y chipotles. 
Sobre el mole negro de Oaxaca, cabe decir que está hecho con una fórmula centenaria de chilhuacle, chile ancho y chile mulato, y es uno de los “siete moles” de esa provincia.

Para José N. Iturriaga existe un evidente contrasentido entre el disfrute de los placeres provocados por la cocina conventual y la severa mortificación del cuerpo que regía por aquellos entonces en el ámbito religioso.

Con antecedentes en el siglo anterior, es en el XVII cuando empieza a surgir un contrasentido histórico, sociológico y hasta moral, una situación paradójica. Por una parte, el mestizaje culinario florece con notables resultados (que se acrecentarán en la centuria siguiente, barroca por excelencia) y así las cocinas de los conventos de monjas se convierten en fuentes de placeres mucho más acá del alma, gozos para el cuerpo y, en especial, para el paladar, aunque no faltaron lenguas maliciosas que divulgaron el rumor de que el gusto era punta de lanza para otras percepciones sensoriales. Por otra parte, en muchos conventos de hombres, y también de mujeres, se practicaban terribles tormentos en contra de los sentidos, para someterlos en honor a Dios, masoquismo patológico no tan disimulado. Esas costumbres de origen medieval tenían un enorme parecido con las prehispánicas: autosacrificios sexuales y ayunos rituales...       
Algunos frailes y monjas usaban cilicios (fajas ásperas y a veces con púas, alambres o espinas para mortificar la carne) y acostumbraban flagelarse hasta sangrar para apagar los deseos sexuales, para avasallar al sentido del tacto. Al del gusto lo dominaban no sólo con ayunos rigurosos, sino evitando alimentos sabrosos o arruinando con vinagre o agua a los que ya lo eran; en ocasiones, comiendo carnes putrefactas y otras cosas asquerosas. Al olfato también lo humillaban, llegando al extremo de meter la cabeza por horas en las pestilentes letrinas y luego vaciarse el estómago con los inevitables vómitos. Con los ojos al suelo y las ventanas tapadas para no disfrutar el paisaje, llegaban a usar minúsculos cilicios sobre los párpados para sojuzgarlos. Ni el oído se salvaba de la derrota: las mejores voces con frecuencia no participaban en el coro. Todas estas aberraciones y otras más eran frecuentes.

Entre quienes cayeron rendidos ante la excelencia gastronómica del mole encontramos a Paco Ignacio Taibo I que se suma a aquellos que reconocen el papel protagónico de las monjas en su elaboración, al tiempo que propone un ejercicio de imaginación en relación al momento en que por primera vez el mole se presenta en la mesa de uno de los importantes de su tiempo.

(…) [el] mole nace como homenaje a un hombre supuestamente importante, cuya importancia, sin embargo, ha quedado ya muy por debajo del mole.
Estupenda lección para futuros virreyes, la crónica de cómo el marqués de la Laguna ha quedado en la historia, gracias a que dos monjas le regalaron, la una, una salsa y la otra unos versos.
Sor Juana Inés de la Cruz tenía verdadera afición por los marqueses de la Laguna, virrey y señora de la Nueva España, en quienes veía a dos grandes mecenas; y para convertir en obra este amor, sor Juana les dedicó multitud de villancicos, sonetos, poemas y otras obras poéticas de diferentes estilos. (…)
Cuando otra monja, sor Andrea de la Asunción, recibió el encargo de crear un plato tan especial que el señor virrey se quedara asombrado, hubo de competir no tanto con las otras cocineras poblanas, como con los versos de sor Juana, que ya habían encandilado al marqués y lo traían de un hilo.
Así, que en la bella cocina, adornada con azulejos, grandes ollas de barro, olorosa a especias y a chocolate, la tal sor Andrea hubo de tomar decisiones muy difíciles. Decidió la monja entrar por los complejísimos caminos del barroco gastronómico y resumió en una sola comida todos los lujos del país americano; fue un gran momento, sobre todo, un momento valiente, muy valiente. Freír un huevo es cosa seria, como bien saben los que lo saben freír bien, pero hacer un mole antes que nadie, es cosa fantasiosa y que sólo espíritus osados pueden llevar a cabo.
Me imagino el acto de la mezcla de tantos productos en esa cocina iluminada por la claridad de Puebla de los Ángeles; lo que me cuesta imaginar es cómo se llevó a cabo la comida.
Puedo ver, eso sí, un largo comedor adornado con las capas de los obispos, los sombreros de los caballeros, las cadenas de plata y los medallones del virrey, y acaso la belleza de la virreina de la cual sor Juana dice que era “reina de las flores”, ya que el verano envidiaba de ella "los claveles de sus labios y las rosas de sus mejillas".
Puedo imaginarme el entrar y salir de las monjas, cargadas con bandejas y jarras, adornadas con una sonrisa profesional y un cuchicheo de asombro.
Más trabajo me cuesta suponer, que el mole llegó a la mesa sin la censura inquieta de la madre superiora, que vería en aquel plato la ruptura absoluta con la corte de Madrid.
Pero lo que me es imposible imaginar, es el gesto del virrey que tan plácidamente había aceptado los halagos de sor Juana, al enfrentarse a este otro halago de color oscuro, de aspecto espeso, de olor incierto.
¿Qué dijo el tal marqués de la Laguna cuando se enfrentó al mole?
Nada sabemos de ese momento, yo me esfuerzo y lo quiero narrar aquí, para ustedes, aun cuando, he confesado ya, éste será un acto gratuito y cuesta arriba.
El virrey, gran marqués de la Laguna, conde de Paredes, tenía ante sí el plato de mole y no sabía si era agasajo o acto de expiación; lo tenía ante sí, y estaba esperando un valor ajeno a su propio valor para entrarle con un pedazo de tortilla de maíz y llevárselo a la boca. (…)
Desde la puerta, sor Andrea de la Asunción estaba con el alma colgada de un hilo de araña; esperando a que alguien le entrara con devoción al mole.
Todo el convento de Dominicas de Santa Rosa había suspendido movimientos y rezos y aguardaba.
El futuro de la gastronomía también aguardaba la decisión de un virrey, que con un solo gesto, podría hacer olvidar uno de los más felices y fabulados platillos del mundo.
Pienso que nadie comía, en aquel refectorio de resonantes ecos, mientras el marqués y conde no comiera.
El español seguía mirando hacia su plato, y suspendía en el aire su mano, en un gesto helado de bailarín que espera el inicio de la música. (…)
La mano está en el aire; gozne histórico del cual dependeré yo mismo, a tantos años de distancia y a tan cercana afición por el mole. (…)
¿Qué hará el marqués? ¿Atenderá a la piedad por sí mismo y rechazará el mole, o hará justicia a sor Andrea?
Y el marqués, que estaba tan seguro de haber llegado a la Nueva España envuelto en la gloria, encuentra la gloria verdadera en un gesto definitivo; mete en la salsa de mole el trozo de tortilla, lo lleva a la boca, lo goza, lo traga y levanta los ojos, asombrado.
Desde ese momento, el marqués de la Laguna entrará en la historia, en donde no había conseguido colarse ni por sus nombramientos, ni por sus batallas, ni tan siquiera por haber sido destinatario de los poemas de sor Juana.
Reclamo para esta historia, la calidad de ejemplarizante.

Una fiesta sin mole es casi tan inconcebible como que alguien haya navegado por este platillo sin alguna mancha que atestigüe su voracidad.

Digamos para concluir que siempre será difícil poner punto final a tan exquisita comida, sea porque siempre faltarán tortillas para el poquito mole que queda o bien faltará mole para que las tortillas sobrantes no se queden huérfanas.

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