Tanto el uso del plural para referirse a
su amplia variedad como el papel protagónico de las religiosas en su
elaboración están -según José N. Iturriaga- fuera de toda discusión.
Del mole poblano hay más de 50 versiones
y encabezan la lista las recetas de las monjas del convento de Santa Rosa,
seguidas por las de los conventos de Santa Mónica, Santa Teresa y Santa Clara,
todos de la ciudad de Puebla. El común denominador son cuatro chiles
imprescindibles: anchos, mulatos, pasillas y chipotles.
Sobre el mole negro de Oaxaca,
cabe decir que está hecho con una fórmula centenaria de chilhuacle, chile ancho
y chile mulato, y es uno de los “siete moles” de esa provincia.
Para José N. Iturriaga existe un
evidente contrasentido entre el disfrute de los placeres provocados por la
cocina conventual y la severa mortificación del cuerpo que regía por aquellos
entonces en el ámbito religioso.
Con antecedentes en el siglo anterior,
es en el XVII cuando empieza a surgir un contrasentido histórico, sociológico y
hasta moral, una situación paradójica. Por una parte, el mestizaje culinario
florece con notables resultados (que se acrecentarán en la centuria siguiente,
barroca por excelencia) y así las cocinas de los conventos de monjas se
convierten en fuentes de placeres mucho más acá del alma, gozos para el cuerpo
y, en especial, para el paladar, aunque no faltaron lenguas maliciosas que
divulgaron el rumor de que el gusto era punta de lanza para otras percepciones
sensoriales. Por otra parte, en muchos conventos de hombres, y también de
mujeres, se practicaban terribles tormentos en contra de los sentidos, para
someterlos en honor a Dios, masoquismo patológico no tan disimulado. Esas
costumbres de origen medieval tenían un enorme parecido con las prehispánicas: autosacrificios
sexuales y ayunos rituales...
Algunos frailes y monjas usaban cilicios
(fajas ásperas y a veces con púas, alambres o espinas para mortificar la carne)
y acostumbraban flagelarse hasta sangrar para apagar los deseos sexuales, para
avasallar al sentido del tacto. Al del gusto lo dominaban no sólo con ayunos
rigurosos, sino evitando alimentos sabrosos o arruinando con vinagre o agua a
los que ya lo eran; en ocasiones, comiendo carnes putrefactas y otras cosas
asquerosas. Al olfato también lo humillaban, llegando al extremo de meter la
cabeza por horas en las pestilentes letrinas y luego vaciarse el estómago con
los inevitables vómitos. Con los ojos al suelo y las ventanas tapadas para no
disfrutar el paisaje, llegaban a usar minúsculos cilicios sobre los párpados
para sojuzgarlos. Ni el oído se salvaba de la derrota: las mejores voces con
frecuencia no participaban en el coro. Todas estas aberraciones y otras más
eran frecuentes.
Entre quienes cayeron rendidos ante la
excelencia gastronómica del mole encontramos a Paco Ignacio Taibo I que se suma a
aquellos que reconocen el papel protagónico de las monjas en su elaboración, al
tiempo que propone un ejercicio de imaginación en relación al momento en que
por primera vez el mole se presenta en la mesa de uno de los importantes de su tiempo.
(…) [el] mole nace como homenaje a un
hombre supuestamente importante, cuya importancia, sin embargo, ha quedado ya
muy por debajo del mole.
Estupenda lección para futuros virreyes,
la crónica de cómo el marqués de la
Laguna ha quedado en la historia, gracias a que dos monjas le
regalaron, la una, una salsa y la otra unos versos.
Sor Juana Inés de la Cruz tenía verdadera afición
por los marqueses de la Laguna ,
virrey y señora de la
Nueva España , en quienes veía a dos grandes mecenas; y para
convertir en obra este amor, sor Juana les dedicó multitud de villancicos,
sonetos, poemas y otras obras poéticas de diferentes estilos. (…)
Cuando otra monja, sor Andrea de la Asunción , recibió el
encargo de crear un plato tan especial que el señor virrey se quedara
asombrado, hubo de competir no tanto con las otras cocineras poblanas, como con
los versos de sor Juana, que ya habían encandilado al marqués y lo traían de un
hilo.
Así, que en la bella cocina, adornada
con azulejos, grandes ollas de barro, olorosa a especias y a chocolate, la tal
sor Andrea hubo de tomar decisiones muy difíciles. Decidió la monja entrar por
los complejísimos caminos del barroco gastronómico y resumió en una sola comida
todos los lujos del país americano; fue un gran momento, sobre todo, un momento
valiente, muy valiente. Freír un huevo es cosa seria, como bien saben los que
lo saben freír bien, pero hacer un mole antes que nadie, es cosa fantasiosa y
que sólo espíritus osados pueden llevar a cabo.
Me imagino el acto de la mezcla de
tantos productos en esa cocina iluminada por la claridad de Puebla de los
Ángeles; lo que me cuesta imaginar es cómo se llevó a cabo la comida.
Puedo ver, eso sí, un largo comedor
adornado con las capas de los obispos, los sombreros de los caballeros, las
cadenas de plata y los medallones del virrey, y acaso la belleza de la virreina
de la cual sor Juana dice que era “reina de las flores”, ya que el verano
envidiaba de ella "los claveles de sus labios y las rosas de sus
mejillas".
Puedo imaginarme el entrar y salir de
las monjas, cargadas con bandejas y jarras, adornadas con una sonrisa
profesional y un cuchicheo de asombro.
Más trabajo me cuesta suponer, que el
mole llegó a la mesa sin la censura inquieta de la madre superiora, que vería
en aquel plato la ruptura absoluta con la corte de Madrid.
Pero lo que me es imposible imaginar, es
el gesto del virrey que tan plácidamente había aceptado los halagos de sor
Juana, al enfrentarse a este otro halago de color oscuro, de aspecto espeso, de
olor incierto.
¿Qué dijo el tal marqués de la Laguna cuando se enfrentó
al mole?
Nada sabemos de ese momento, yo me
esfuerzo y lo quiero narrar aquí, para ustedes, aun cuando, he confesado ya,
éste será un acto gratuito y cuesta arriba.
El virrey, gran marqués de la Laguna , conde de Paredes,
tenía ante sí el plato de mole y no sabía si era agasajo o acto de expiación;
lo tenía ante sí, y estaba esperando un valor ajeno a su propio valor para
entrarle con un pedazo de tortilla de maíz y llevárselo a la boca. (…)
Desde la puerta, sor Andrea de la Asunción estaba con el
alma colgada de un hilo de araña; esperando a que alguien le entrara con
devoción al mole.
Todo el convento de Dominicas de Santa
Rosa había suspendido movimientos y rezos y aguardaba.
El futuro de la gastronomía también
aguardaba la decisión de un virrey, que con un solo gesto, podría hacer olvidar
uno de los más felices y fabulados platillos del mundo.
Pienso que nadie comía, en aquel
refectorio de resonantes ecos, mientras el marqués y conde no comiera.
El español seguía mirando hacia su
plato, y suspendía en el aire su mano, en un gesto helado de bailarín que
espera el inicio de la música. (…)
La mano está en el aire; gozne histórico
del cual dependeré yo mismo, a tantos años de distancia y a tan cercana afición
por el mole. (…)
¿Qué hará el marqués? ¿Atenderá a la
piedad por sí mismo y rechazará el mole, o hará justicia a sor Andrea?
Y el marqués, que estaba tan seguro de
haber llegado a la Nueva
España envuelto en la gloria, encuentra la gloria verdadera
en un gesto definitivo; mete en la salsa de mole el trozo de tortilla, lo lleva
a la boca, lo goza, lo traga y levanta los ojos, asombrado.
Desde ese momento, el marqués de la Laguna entrará en la
historia, en donde no había conseguido colarse ni por sus nombramientos, ni por
sus batallas, ni tan siquiera por haber sido destinatario de los poemas de sor
Juana.
Reclamo para esta historia, la calidad
de ejemplarizante.
Una fiesta sin mole es casi tan inconcebible
como que alguien haya navegado por este platillo sin alguna mancha que
atestigüe su voracidad.
Digamos para concluir que siempre será
difícil poner punto final a tan exquisita comida, sea porque siempre faltarán tortillas
para el poquito mole que queda o bien faltará mole para que las tortillas
sobrantes no se queden huérfanas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario