Hace
unos días se celebró el Año Nuevo Judío y ahora se aproxima la festividad de Yom
Kipur, que según Etgar Keret es el momento propicio para aceptar las propias
debilidades.
Yom Kipur siempre fue mi fiesta favorita. (…) Tal
vez sea porque Yom Kipur es el único día de fiesta que conozco que, por su
propia naturaleza, reconoce la debilidad humana. (…) en Yom Kipur no somos
una heroica dinastía o un pueblo, sino una colección de individuos que se miran
al espejo, se avergüenzan de lo que merece avergonzarse, y pedimos perdón por
lo que puede ser perdonado. Y tal vez esa era en realidad la cualidad que
me atrajo de Yom Kipur desde el principio, que es la más privada de todas
nuestras festividades, un día en que te plantas solo ante tus actos y sus consecuencias
sin televisión, sin bulliciosos cafés ni restaurantes, sin tiendas repletas de
mercancía, sin todo el resto del ruido del día a día lo que lo hace más
apetecible. Es el día de fiesta en que te encuentras cara a cara con tu
vida tal como es, y no hay ningún estúpido “reality show” que distraiga tu
atención, no hay noticias, ni conos de helado de chocolate que te ofrezcan
algún consuelo.
Aunque
existen otras celebraciones más alegres, este día de fiesta raro ofrece –según Keret- la posibilidad de alivianar
la carga.
Así que, tal vez sea más fácil que te guste una fiesta
que permite comer donuts de gelatina que un día de fiesta que exige que te
pongas en una posición vulnerable, incómoda, pero cuando finalmente ha
terminado, sientes que, gracias a ese día de fiesta raro, has conseguido
librarte de una carga que te ha estado oprimiendo durante mucho tiempo sin
saber siquiera cuánto.
Y a
continuación el citado escritor rememora una pequeña historia personal que le
ocasionó un sentimiento de culpa con el que convivió durante algún tiempo.
Mi más extraña historia de disculpa en Yom Kipur
comienza cuando tenía 4 años. En mi nuevo grupo de preescolar había una niña
bonita y dulce llamada Noa. Era tranquila y sonriente, dos cualidades con
las que yo no fui bendecido, y cuando una vez por casualidad rocé su espeso
cabello rubio, lo sentí como algodón de azúcar pegajoso. Tenía muchas
ganas de jugar con ella, pero no sabía exactamente cómo hacerlo, así que
después de seis meses de mirarla desde lejos, me decidí a dar un paso, y una
mañana, cuando la vi corriendo a mi lado en el patio, estiré el pie y la hice
caer.
Noa se cayó y se hizo daño. Comenzó a llorar, y
cuando la maestra corrió a ayudarla, Noa me señaló y dijo: “Fue él. Él me
hizo tropezar”. La maestra, que me quería mucho, me preguntó si era cierto, y
de inmediato dije que no. La maestra reprendió a Noa, “Etgar es un buen
chico que nunca miente. ¿Por qué inventas cosas tan terribles sobre
él? ¡Debes avergonzarte de tí misma!” Noa, que casi había dejado de
llorar, empezó de nuevo, y la maestra me acarició la cabeza y se fue
enojada. En ese momento yo quería decirle a Noa que lo sentía y confesar a
la maestra que le había mentido, pero no encontré el valor. Mientras
tanto, otra chica ayudó a Noa a caminar hacia la fuente para lavarse la rodilla
raspada, y yo me quedé de pie en el patio.
Pasaron
los años y una nueva conmemoración de Yom Kipur le dio a Keret la oportunidad
de saldar esa vieja cuenta.
Noa no estuvo conmigo en la guardería ni en la escuela
primaria. En la escuela secundaria, durante un descanso un día, una chica
de mi clase mencionó el nombre completo de Noa y dijo que estudiaba en el
circuito de biología. Era el primer mes de clases, Rosh Hashaná ya había
pasado, y Yom Kipur estaba en camino, y cuando terminó la escuela ese día,
esperé a Noa cerca de su clase. Fue casi la última en salir, los
auriculares de color naranja en la cabeza y un Walkman Sony en la
mano. Parecía completamente diferente a como la recordaba de cuando tenía
4 años; apenas sonrió y tenía un montón de granos en la cara, pero su pelo
todavía era grueso y rubio y seguía pareciendo algodón de azúcar. Me acerqué,
las piernas me temblaban. Siempre es difícil decir que lo sientes, pero
decirlo después de 13 años es especialmente duro. Quería decirle que desde
ese día en el patio de preescolar me había esforzado en no mentir, y que cada
vez que sentía el impulso, la recordaba, con el pelo enmarañado, el llanto y el
dolor en el patio, e inmediatamente el impulso se anulaba y decía la
verdad. Quería decirle que pronto sería un hombre y entraría en el
ejército y todo, y que cuando miraba hacia atrás en mi vida, lo que le hice entonces,
a los 4 años, era de lo que más me avergonzaba, y que a pesar de que había
pasado tanto tiempo, quería hacer las paces con ella de alguna manera:
comprarle un helado, prestarle mi bicicleta deportiva durante una semana, o no
sé qué, algo.
Pero en lugar de todo eso, lo único que me salió de la
boca fue su nombre, “Noa”, en voz muy chillona. Noa se detuvo, se quitó
los auriculares, y me estudió. “Soy Etgar”, dije, “Etgar
Keret. Estuvimos una vez en el mismo preescolar juntos”. Ella sonrió y
dijo que recordaba el preescolar pero no me recordaba a mí. Le hablé de
cómo la hice caer y le mentí, y cómo lloró por la afrenta y un poco por el
dolor, pero no recordaba nada de eso.
“Fue hace mucho tiempo”, dijo ella, medio en tono de
disculpa.
“Pero yo lo recuerdo”, insistí, “y pronto va a ser Yom
Kipur, y quería disculparme”.
“¿Pedir disculpas por algo estúpido que hiciste cuando
tenías 4 años?”, dijo y sonrió con esa sonrisa encantadora que recordaba de
preescolar, luego añadió: “¿Eras tan raro en preescolar, también?” Ella rió y
yo también, porque la verdad es que realmente era raro en
preescolar. “Disculpa aceptada”, dijo después de una breve pausa, y luego
se puso los auriculares de color naranja sobre las orejas y se fue.
El
ofrecimiento de disculpas trajo consigo un sentimiento agradable. “Recuerdo ir
a casa de la escuela ese día. Montaba en bicicleta, los pedales giraban
con facilidad, el camino se hacía suave, incluso las partes cuesta arriba
parecían como si fueran en bajada.” La resonancia de aquella mentira y el
perdón otorgado por Noah años después, han seguido acompañando a Etgar Keret. “Nunca
la volví a ver, pero desde entonces, cada vez que tengo un fuerte deseo de no
decir la verdad, pienso en ella fuera de su clase de la escuela secundaria, con
una amplia sonrisa, la cara llena de granos, diciendo que aceptaba mis
disculpas. Entonces respiro profundamente, y me acuesto.”
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