Hay personas que cargando grandes dolores
del pasado no quieren, ni pueden, dejar de ser testigos permanentes del horror
vivido. Claro está que para quienes tales tragedias únicamente constituyen
referencias más o menos lejanas –tanto en el tiempo como en el espacio-
convivir con ellos no resulta nada fácil.
Amos Oz evoca una situación que ilustra
el punto. “[En Jerusalén] había también refugiados e inmigrantes clandestinos,
supervivientes, tizones salvados del fuego con quienes normalmente nos
relacionábamos con piedad y algo de aversión: atormentados y afligidos, pobres
del mundo (…)”. En ocasiones la compasión cedía su lugar al cuestionamiento,
cuando no al enjuiciamiento por supuesta ingenuidad: “(…) ¿quién tenía la culpa
de que con toda su sabiduría se hubiesen quedado sentados esperando a Hitler en
vez de venir aquí en el momento oportuno? ¿Y por qué dejaron que los llevasen
como ovejas al matadero en vez de organizarse y luchar?”
Llegaba el momento en que niños y
jóvenes –continúa Amos Oz- se resistían a tener que escuchar una y otra vez aquellos
testimonios desgarradores del pasado.
Que dejasen de una vez por todas de
hablar aquí su patético yiddish y que no empezasen a contarnos todo lo que les
habían hecho allí, porque aquello no nos dignificaba ni a ellos ni a nosotros.
Aquí nos dirigíamos hacia el futuro y no hacia el pasado, y si hubiera que
rescatar el pasado, bastaba con el pasado gozoso, hebreo, bíblico, asmoneo, no
había necesidad de afearlo con un pasado judío deprimente donde sólo había
grandes desgracias (la palabra “desgracias” en casa siempre se decía en yiddish,
tzures, y con una mueca de disgusto y
sarcasmo, para que el niño supiera que esas tzures
eran una especie de lepra y que tenían que ver con ellos, no con nosotros).
De entre muchas historias que poblaban
este desencuentro generacional, Amos Oz evoca la del señor Licht.
Entre los refugiados supervivientes
estaba, por ejemplo, el señor Licht, a quien los niños del barrio llamaban “un
millón de niños”. Tenía un cuarto alquilado en la calle Malaquías, por las noches
dormía en un colchón y durante el día enrollaba el colchón y llevaba allí mismo
un pequeño negocio que se llamaba “Limpieza en seco, planchado al vapor”. Las
comisuras de sus labios siempre estaban caídas hacia abajo, como con desprecio
o un profundo desdén. Se sentaba a la puerta de su lavandería esperando a los
clientes y, si pasaba por delante algún niño del barrio, siempre escupía hacia
un lado y mascullaba entre dientes: “¡Un millón de niños asesinaron! ¡Niños
como vosotros! ¡Degollados!”. No lo decía con tristeza sino con odio, con
repugnancia, como maldiciéndonos.
De esta manera el encuentro entre
quienes sentían la obligación de dar presente a su pasado (y como acabamos de
ver, en ocasiones acompañado con gran carga de amargura personal y culpabilidad
hacia quienes no lo habían vivido) con aquellos que sólo buscaban caminar hacia
un futuro esperanzador, resultaba sumamente conflictivo.
Ayer como hoy.
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