martes, 27 de noviembre de 2018

Prólogos


Desconozco cuando se originó la costumbre. Hay prólogos del propio autor pero  también los que son a pedido y en este último caso en el supuesto de que cuanto más reconocido sea el prologuista, mayor será la expectación por la obra. De allí la continua demanda para que escritores destacados escriban unas líneas acerca del trabajo de un amigo, conocido, saludado o –incluso- ilustre desconocido. Hay quienes aceptan todas las invitaciones y están también los que de plano las rechazan, sin entrar en consideraciones de ninguna índole.

Entre los primeros seguramente se encontraba Antonio Castro Leal, en alusión a quien Carlos León (citado por Rodolfo Coronado) dijo: “Después de tantas veces en que don Antonio Castro Leal le puso prólogo a un libro, es cosa de ir pensando en obsequiarle un prólogo, para ver si le pone libro.” El problema para quienes siempre acceden es que –tal como apunta José Luis Melero- no tienen tiempo para leer las obras.

Además, los prologuistas suelen ser abordados un poco aquí y allá, comprometidos por unos y otros, y acaban escribiendo sus textos sólo porque se sienten halagados de que se les reconozca magisterio o por no atreverse a desairar al solicitante. Por eso muchos de los prólogos que uno ha leído están escritos un poco a la diabla, todo lo más para salir del paso, con buena voluntad en el mejor de los caso pero con escaso sentimiento y entusiasmo. Y en bastantes ocasiones uno tiene la sensación de que el prologuista ni siquiera se ha leído el libro y de que apenas le ha dedicado una pequeña ojeada. 
Algunos prólogos dicen algo del libro del que son antesala, otros dan rienda suelta a cualquier tipo de consideraciones (tanto es así que Andrés Neuman los define como: “Texto ocasionalmente referido al texto al que precede”). En muchos casos su finalidad consiste en demostrar que el libro tiene unidad, cierta lógica en su contenido. Y si no la hay se la inventa, que al fin eso es lo de menos; a ello se refiere Augusto Monterroso.

[A manera de fórceps]
Recuerdo que todavía hace pocos años, cuando algún escritor se disponía a publicar un libro de ensayos, de cuentos o de artículos, su gran preocupación era la unidad, o más bien la falta de unidad temática que pudiera criticársele a su libro (como si una conversación -un libro- tuviera que sostener durante horas el mismo tema, la misma forma o la misma intención), y entonces acudía a ese gran invento (sólo comparable en materia de alumbramientos al del fórceps) llamado prólogo, para tratar de convencer a sus posibles lectores de que él era bien portado y de que todo aquello que le ofrecía en doscientas cincuenta páginas, por muy diverso que pareciera, trataba en realidad un solo tema, el del espíritu o el de la materia, no importaba cuál, pero, eso sí, un solo tema. En vez de imitar a la naturaleza, que siente el horror vacui, eran víctimas de un horror diversitatis que los llevaba invenciblemente por el camino de las verdades que hay que sostener, de las mentiras que hay que combatir y de las actitudes o los errores del mundo que hay que condenar, ni más ni menos que como en las malas conversaciones.
Es del caso señalar que José Luis Melero no les ve mayor utilidad. “Los prólogos siempre me han parecido una costumbre bastante absurda: si los libros son buenos no precisan el aval de nadie (…) y si son malos ningún proemio adulador va a salvarlos del rápido olvido a que los condenarán los lectores.” Y concluye que los prólogos constituyen un género muy aburrido debido a su alta carga de previsibilidad y ausencia de sorpresas. “Son también, como sucede con las necrologías, absolutamente previsibles: en ambos casos todos sabemos antes de leerlos que nos van a hablar bien del libro y del difunto.”

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