Desconozco cuando se originó la
costumbre. Hay prólogos del propio autor pero
también los que son a pedido y en este último caso en el supuesto de que
cuanto más reconocido sea el prologuista, mayor será la expectación por la
obra. De allí la continua demanda para que escritores destacados escriban unas
líneas acerca del trabajo de un amigo, conocido, saludado o –incluso- ilustre
desconocido. Hay quienes aceptan todas las invitaciones y están también los que
de plano las rechazan, sin entrar en consideraciones de ninguna índole.
Entre los primeros seguramente se
encontraba Antonio Castro Leal, en alusión a quien Carlos León (citado por
Rodolfo Coronado) dijo: “Después de tantas veces en que
don Antonio Castro Leal le puso prólogo a un libro, es cosa de ir pensando en
obsequiarle un prólogo, para ver si le pone libro.” El problema para quienes
siempre acceden es que –tal como apunta José Luis Melero- no tienen tiempo para
leer las obras.
Además, los prologuistas suelen ser abordados un poco
aquí y allá, comprometidos por unos y otros, y acaban escribiendo sus textos
sólo porque se sienten halagados de que se les reconozca magisterio o por no
atreverse a desairar al solicitante. Por eso muchos de los prólogos que uno ha
leído están escritos un poco a la diabla, todo lo más para salir del paso, con
buena voluntad en el mejor de los caso pero con escaso sentimiento y
entusiasmo. Y en bastantes ocasiones uno tiene la sensación de que el
prologuista ni siquiera se ha leído el libro y de que apenas le ha dedicado una
pequeña ojeada.
Algunos prólogos dicen algo del libro del que son
antesala, otros dan rienda suelta a cualquier tipo de consideraciones (tanto es
así que Andrés Neuman los define como: “Texto ocasionalmente referido al texto al que precede”). En muchos casos su
finalidad consiste en demostrar que el libro tiene unidad, cierta lógica en su
contenido. Y si no la hay se la inventa, que al fin eso es lo de menos; a ello
se refiere Augusto Monterroso.
[A manera de fórceps]
Recuerdo que todavía hace pocos años, cuando algún
escritor se disponía a publicar un libro de ensayos, de cuentos o de artículos,
su gran preocupación era la unidad, o más bien la falta de unidad temática que
pudiera criticársele a su libro (como si una conversación -un libro- tuviera
que sostener durante horas el mismo tema, la misma forma o la misma intención),
y entonces acudía a ese gran invento (sólo comparable en materia de
alumbramientos al del fórceps) llamado prólogo, para tratar de convencer a sus
posibles lectores de que él era bien portado y de que todo aquello que le
ofrecía en doscientas cincuenta páginas, por muy diverso que pareciera, trataba
en realidad un solo tema, el del espíritu o el de la materia, no importaba cuál,
pero, eso sí, un solo tema. En vez de imitar a la naturaleza, que siente el horror vacui, eran víctimas de un horror diversitatis que los llevaba
invenciblemente por el camino de las verdades que hay que sostener, de las
mentiras que hay que combatir y de las actitudes o los errores del mundo que
hay que condenar, ni más ni menos que como en las malas conversaciones.
Es del
caso señalar que José Luis Melero no les ve mayor utilidad. “Los prólogos
siempre me han parecido una costumbre bastante absurda: si los libros son
buenos no precisan el aval de nadie (…) y si son malos ningún proemio adulador
va a salvarlos del rápido olvido a que los condenarán los lectores.” Y concluye
que los prólogos constituyen un género muy aburrido debido a su alta carga de
previsibilidad y ausencia de sorpresas. “Son también, como sucede con las
necrologías, absolutamente previsibles: en ambos casos todos sabemos antes de
leerlos que nos van a hablar bien del libro y del difunto.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario