martes, 18 de diciembre de 2018

Cuando la guerra ha terminado


Se vivían tiempos de guerra y para no sufrir las represalias por haber desertado, Dario Fo tuvo la necesidad imperiosa de esconderse; él mismo narra las vicisitudes que afrontó. “En casa encuentro a toda la familia, y expongo en seguida mi situación: vuelvo a ser un desertor, pero esta vez corro más riesgos.” Un amigo de su padre -¡ay, los amigos!- colabora para encontrarle refugio. “Mi padre tiene un amigo que vive en Caldé, un colega con el que ha organizado la fuga de muchos perseguidos: ya se han puesto de acuerdo. El ferroviario me alojará en el desván de una vieja casa semiabandonada de su propiedad.” Ese lugar contaba con las condiciones necesarias para constituirse en guarida.

Es una especie de ruina casi completamente oculta en un bosque del interior del valle. Para llegar al granero sólo hay una escalera de desembarco; una vez arriba tendré que recogerla y ocultarla en el desván. Nadie, ni siquiera mi madre, conoce mi escondrijo. En el granero encuentro un jergón de paja y un armario con provisiones que ha preparado el ferroviario.

En aquella angustiosa soledad, Dario Fo aprende a interpretar los sonidos que le llegaban del entorno; los animales se convirtieron en sus aliados y custodios.

Pasé más de un mes allí dentro, sin salir jamás. Desde arriba espiaba los alrededores. Aprendí a descifrar gran parte de los murmullos y crujidos del bosque; reconocía el canto de los distintos pájaros, los finos reclamos de cada animal, puercoespines, hurones, ratones, nutrias, garduñas y zorros. Ellos eran mis guardianes: lanzaban señales de alarma y enmudecían al instante si alguien se disponía a adentrarse en nuestro territorio.

Aquel periodo de encierro y soledad llegaría a su término con el anuncio tan anhelado de que la pesadilla había acabado.

Creo que fue un martes, el sol resplandecía, en todo el valle las plantas habían florecido a ojos vistas. Oigo unas explosiones lejanas, una tras otra empiezan a repicar las campanas de todos los campanarios cercanos. El viento me favorece, me llegan los tañidos de campana desde la otra orilla del lago. Me meto en el tragaluz y subo hasta quedarme de pie en el tejado, desde donde consigo ver la plaza de Caldé: una banda toca estrepitosa y chicos, mujeres y niños corren de un lado a otro. Gritan, pero no entiendo sus palabras. Oigo gritos jubilosos de gente que sube hacia las ruinas, en seguida reconozco a Alba con sus amigas, al ferroviario y a otros habitantes del valle. “¡Ha terminado!”, repiten a voz en cuello. “¡La guerra ha terminado!”

Ningún sentimiento de felicidad debe poder compararse con el de quien vive el final de una guerra…, pero, ¿qué digo? No. La felicidad debe ser mucho mayor aun cuando se evitó una guerra que por un momento parecía inminente.

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