Se
vivían tiempos de guerra y para no sufrir las represalias por haber desertado,
Dario Fo tuvo la necesidad imperiosa de esconderse; él mismo narra las
vicisitudes que afrontó. “En casa encuentro a toda la familia, y expongo en
seguida mi situación: vuelvo a ser un desertor, pero esta vez corro más
riesgos.” Un amigo de su padre -¡ay, los amigos!- colabora para encontrarle refugio.
“Mi padre tiene un amigo que vive en Caldé, un colega con el que ha organizado
la fuga de muchos perseguidos: ya se han puesto de acuerdo. El ferroviario me
alojará en el desván de una vieja casa semiabandonada de su propiedad.” Ese lugar
contaba con las condiciones necesarias para constituirse en guarida.
Es una
especie de ruina casi completamente oculta en un bosque del interior del valle.
Para llegar al granero sólo hay una escalera de desembarco; una vez arriba
tendré que recogerla y ocultarla en el desván. Nadie, ni siquiera mi madre,
conoce mi escondrijo. En el granero encuentro un jergón de paja y un armario
con provisiones que ha preparado el ferroviario.
En
aquella angustiosa soledad, Dario Fo aprende a interpretar los sonidos que le
llegaban del entorno; los animales se convirtieron en sus aliados y custodios.
Pasé más
de un mes allí dentro, sin salir jamás. Desde arriba espiaba los alrededores.
Aprendí a descifrar gran parte de los murmullos y crujidos del bosque;
reconocía el canto de los distintos pájaros, los finos reclamos de cada animal,
puercoespines, hurones, ratones, nutrias, garduñas y zorros. Ellos eran mis
guardianes: lanzaban señales de alarma y enmudecían al instante si alguien se
disponía a adentrarse en nuestro territorio.
Aquel
periodo de encierro y soledad llegaría a su término con el anuncio tan anhelado
de que la pesadilla había acabado.
Creo que
fue un martes, el sol resplandecía, en todo el valle las plantas habían
florecido a ojos vistas. Oigo unas explosiones lejanas, una tras otra empiezan
a repicar las campanas de todos los campanarios cercanos. El viento me
favorece, me llegan los tañidos de campana desde la otra orilla del lago. Me
meto en el tragaluz y subo hasta quedarme de pie en el tejado, desde donde
consigo ver la plaza de Caldé: una banda toca estrepitosa y chicos, mujeres y
niños corren de un lado a otro. Gritan, pero no entiendo sus palabras. Oigo
gritos jubilosos de gente que sube hacia las ruinas, en seguida reconozco a
Alba con sus amigas, al ferroviario y a otros habitantes del valle. “¡Ha
terminado!”, repiten a voz en cuello. “¡La guerra ha terminado!”
Ningún
sentimiento de felicidad debe poder compararse con el de quien vive el final de
una guerra…, pero, ¿qué digo? No. La felicidad debe ser mucho mayor aun cuando
se evitó una guerra que por un momento parecía inminente.
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