Quienes vivimos en
grandes urbes de vez en cuando soñamos con irnos a lugares más pequeños, a los
que también idealizamos: allí se vive más tranquilo, no hay estrés, disminuyen
las preocupaciones, la alimentación es más natural, el tiempo alcanza para todo,
no hay contaminación…
Sin embargo, las
cosas no son tan así. La mala fama de las pequeñas localidades está presente en
el dicho: “pueblo chico, infierno grande”, que alude a las rivalidades, los
chismes, las intrigas. Y es que la vida de todos está muy expuesta, no hay
forma de pasar al anonimato tal como queda de manifiesto en un texto de Hernán
Rivera Letelier retomado por Fernando Savater.
En algunos
lugares, sobre todo en los pueblos chicos, los pecados se personifican, tal
como dice el escritor chileno Hernán Rivera Letelier: “En la pampa, de donde yo
vengo, en lugares que no tienen más de cinco calles, uno podía ver a los siete
pecados caminando. Había una gorda inmensa, doña María Marabunta; representaba
a la gula. Felipe el triste, que era como el prestamista, el usurero,
representaba la avaricia”.
Otro problema de
los pueblos tiene que ver con que están más ligados al pasado que al presente
(y ni se diga al futuro), como lo expresa Santiago Kovadloff: “(...) porque los
pueblos de provincia, aletargados como aún viven, dejan ver mejor de dónde se
viene que a dónde se va (...)”
Tampoco es cosa
menor la sensación de que en las pequeñas poblaciones nunca pasa nada. La vida
hoy es igual a ayer e idéntica a mañana. Así la existencia transcurre en la
monotonía, lo rutinario, lo predecible. No hay novedades, nunca irrumpe lo
inesperado, no asoma lo insólito; se vive en una especie de domingo de tarde
permanente. Tal vez ello haya inspirado el siguiente poema-plegaria de Luis
Palés Matos.
¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre
pueblo
donde mi pobre gente se morirá de nada!
Aquel viejo notario que se pasa los días
en su mínima y lenta preocupación de rata;
este alcalde adiposo de grande abdomen vacuo
chapoteando en su vida tal como en una salsa;
aquel comercio lento, igual, de hace diez
siglos;
estas cabras que triscan el resol de la plaza;
algún mendigo, algún caballo que atraviesa
tiñoso, gris y flaco, por estas calles anchas;
la fría y atrofiante modorra del domingo
jugando en los casinos con billar y barajas;
todo, todo el rebaño tedioso de estas vidas
en este pueblo viejo donde no ocurre nada,
todo esto se muere, se cae, se desmorona,
a
fuerza de ser cómodo y de estar a sus anchas.
¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo!
Sobre estas almas simples, desata algún
canalla
que contra el agua muerta de sus vidas arroje
la piedra redentora de una insólita hazaña...
Algún ladrón que asalte ese banco en la noche,
algún Don Juan que viole esa doncella casta,
algún tahúr de oficio que se meta en el pueblo
y
revuelva estas gentes honorables y mansas.
¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo
donde mi pobre gente se morirá de nada!
Todo parece indicar que en algunos
lugares se muere de todo y en otros de nada.
Para concluir digamos que como vivimos
en un mundo plural y diverso, hay quienes habiendo nacido en un pueblo pequeño
en cuanto puedan huyen con destino a ciudades cercanas o lejanas. Pero también están
–y no son pocos- quienes aman a su pueblo como a nada en este mundo y son
incapaces siquiera de imaginar su existencia en otro lugar; consideran que la
mayor bendición de su vida ha sido nacer y vivir allí.
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