¿Qué sucede cuando los propios autores
juzgan la calidad de sus libros? Veremos que por lo general son poco
condescendientes y para ilustrar el punto presentamos algunos ejemplos.
Antes que nada coinciden en que un
criterio saludable apunta a que el autor debe mantener ciertas reservas en
cuanto a la calidad de lo que ha escrito; en esa línea va la opinión de Gustave
Flaubert: “Salvo que sea un cretino, uno se muere siempre en la incertidumbre
de su propio valor y del valor de las obras que ha escrito.” Por el mismo lado
va Jorge Ibargüengoitia cuando critica a los autores plenamente satisfechos con
su labor: “Sólo los autores
muy tontos están completamente satisfechos con lo que escriben.” De tal forma
que –en su opinión- siempre existirán dudas de forma y de fondo ya que “encima
de cada obra queda flotando una nubecita parda de dudas: unas son de oficio –si
le hubiera agregado aquí, si le hubiera cortado allá- otras, más tenebrosas, de
fondo -¿lo que escribí, en resumidas cuentas, a quién le interesa?-.”
Para Gesualdo Bufalino el escritor puede
llegar a ser un despiadado autocrítico: “Como me gustaría, este libro, si no lo
hubiese escrito yo.” Opinión con la que coincide Paul Auster, quien ve en ello
un motivo para reincidir en el oficio. “Todo autor se juzga a sí mismo –con
severidad la mayoría de las veces-, lo que probablemente es la causa de que los
escritores sigan escribiendo: con la vana esperanza de que lo harán mejor la
próxima vez.”
Por otro lado, en
opinión de Javier Marías, no conviene dejarse llevar por los elogios del
presente ya que será necesario el paso del tiempo para poder aquilatar el
verdadero valor de la obra: “Hay que desconfiar de los ditirambos del presente.”
Asimismo -y dado que existen muchos libros de extraordinaria calidad- Marías reconoce que si no estuviera obligado
por las circunstancias, jamás dedicaría tiempo a leer sus propias creaciones. “Desde
luego, si no me viera obligado (ya que los escribo), no iría a leer los libros
míos. ¿Quién es ese Javier Marías para quitarles horas a Dickens o a Tucídides,
a Montaigne o a Conrad?”. Para Augusto Monterroso la preocupación reside en
contribuir a incrementar la ya de por sí numerosa basura editorial: “(…) existe
en mí el temor a publicar, cuando pienso que ya hay muchos libros y mucha basura
como para aumentarla, y por eso mis libros son tan escasos y están tan llenos
de hojas en blanco (…)”.
Otro aspecto en que
coinciden muchos escritores tiene que ver con que al leerse a sí mismos un
tiempo después de editadas sus obras, las perciben como algo que les es ajeno,
extraño. Pío Baroja cuenta su experiencia en relación a ello.
Esta primavera pasada, encontrándome en
San Sebastián, me mandó una señorita amiga tres libros míos por si quería
firmarlos, al mismo tiempo un señor otros dos. Como estaba solo en el hotel y
no tenía nada que hacer me puse a leer de noche, primero una de las novelas
enviadas, Zalacain el aventurero,
después El Mayorazgo, de Labraz. No
las terminé y me produjeron las dos una sensación de tristeza de lo ya visto,
de lo ya terminado, de lo que se acabó para siempre. (…)
Mi caso es el del hombre que ha
fabricado un vino o un licor, le ha parecido bien, dado los medios que ha
empleado, y transcurridos cuarenta años le encuentra un sabor extraño que no
sabe de qué procede, si del líquido o de su paladar.
Claro que a
diferencia de otras ramas del quehacer humano, la calidad de un libro siempre
tendrá una alta dosis de subjetividad porque –tal como lo señala Jorge Ibargüengoitia-
por sus propias características no se presta a evaluaciones categóricas e inapelables.
Para un plomero o para un diseñador de
aviones, la prueba irrefutable de que lo que está haciendo está mal hecho llega
en el momento en que brota un manantial por la coladera del desagüe o se
estrella el avión en la primera prueba. Para los que nos dedicamos a la
producción de objetos aparentemente superfluos, como son libros, llamados a veces
"trabajos del espíritu", la situación es ambigua y es mucho más
difícil llegar a la conclusión de que estamos metiendo la pata.
Concluye Ibargüengoitia: “Los efectos de
lo que hacemos nunca son catastróficos y muy rara vez apoteósicos.”
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