jueves, 17 de enero de 2019

Cuando los escritores valoran su obra


¿Qué sucede cuando los propios autores juzgan la calidad de sus libros? Veremos que por lo general son poco condescendientes y para ilustrar el punto presentamos algunos ejemplos.

Antes que nada coinciden en que un criterio saludable apunta a que el autor debe mantener ciertas reservas en cuanto a la calidad de lo que ha escrito; en esa línea va la opinión de Gustave Flaubert: “Salvo que sea un cretino, uno se muere siempre en la incertidumbre de su propio valor y del valor de las obras que ha escrito.” Por el mismo lado va Jorge Ibargüengoitia cuando critica a los autores plenamente satisfechos con su labor: “Sólo los autores muy tontos están completamente satisfechos con lo que escriben.” De tal forma que –en su opinión- siempre existirán dudas de forma y de fondo ya que “encima de cada obra queda flotando una nubecita parda de dudas: unas son de oficio –si le hubiera agregado aquí, si le hubiera cortado allá- otras, más tenebrosas, de fondo -¿lo que escribí, en resumidas cuentas, a quién le interesa?-.”

Para Gesualdo Bufalino el escritor puede llegar a ser un despiadado autocrítico: “Como me gustaría, este libro, si no lo hubiese escrito yo.” Opinión con la que coincide Paul Auster, quien ve en ello un motivo para reincidir en el oficio. “Todo autor se juzga a sí mismo –con severidad la mayoría de las veces-, lo que probablemente es la causa de que los escritores sigan escribiendo: con la vana esperanza de que lo harán mejor la próxima vez.”

Por otro lado, en opinión de Javier Marías, no conviene dejarse llevar por los elogios del presente ya que será necesario el paso del tiempo para poder aquilatar el verdadero valor de la obra: “Hay que desconfiar de los ditirambos del presente.” Asimismo -y dado que existen muchos libros de extraordinaria calidad-  Marías reconoce que si no estuviera obligado por las circunstancias, jamás dedicaría tiempo a leer sus propias creaciones. “Desde luego, si no me viera obligado (ya que los escribo), no iría a leer los libros míos. ¿Quién es ese Javier Marías para quitarles horas a Dickens o a Tucídides, a Montaigne o a Conrad?”. Para Augusto Monterroso la preocupación reside en contribuir a incrementar la ya de por sí numerosa basura editorial: “(…) existe en mí el temor a publicar, cuando pienso que ya hay muchos libros y mucha basura como para aumentarla, y por eso mis libros son tan escasos y están tan llenos de hojas en blanco (…)”.

Otro aspecto en que coinciden muchos escritores tiene que ver con que al leerse a sí mismos un tiempo después de editadas sus obras, las perciben como algo que les es ajeno, extraño. Pío Baroja cuenta su experiencia en relación a ello.

Esta primavera pasada, encontrándome en San Sebastián, me mandó una señorita amiga tres libros míos por si quería firmarlos, al mismo tiempo un señor otros dos. Como estaba solo en el hotel y no tenía nada que hacer me puse a leer de noche, primero una de las novelas enviadas, Zalacain el aventurero, después El Mayorazgo, de Labraz. No las terminé y me produjeron las dos una sensación de tristeza de lo ya visto, de lo ya terminado, de lo que se acabó para siempre. (…)
Mi caso es el del hombre que ha fabricado un vino o un licor, le ha parecido bien, dado los medios que ha empleado, y transcurridos cuarenta años le encuentra un sabor extraño que no sabe de qué procede, si del líquido o de su paladar.

Claro que a diferencia de otras ramas del quehacer humano, la calidad de un libro siempre tendrá una alta dosis de subjetividad porque –tal como lo señala Jorge Ibargüengoitia- por sus propias características no se presta a evaluaciones categóricas e inapelables. 
Para un plomero o para un diseñador de aviones, la prueba irrefutable de que lo que está haciendo está mal hecho llega en el momento en que brota un manantial por la coladera del desagüe o se estrella el avión en la primera prueba. Para los que nos dedicamos a la producción de objetos aparentemente superfluos, como son libros, llamados a veces "trabajos del espíritu", la situación es ambigua y es mucho más difícil llegar a la conclusión de que estamos metiendo la pata.

Concluye Ibargüengoitia: “Los efectos de lo que hacemos nunca son catastróficos y muy rara vez apoteósicos.”

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