Por
muchos motivos la vida de los monjes cristianos egipcios del siglo IV, los
Padres del Desierto, ha captado la atención de diversos autores a lo largo del
tiempo. Ahora nos centraremos en un hecho aparentemente menor que fue observado
por Paladio en uno de estos monasterios y que transcribe J. Lacarriére en su
libro “Los hombres ebrios de Dios” (al que seguramente volveremos en próximas
artículos). Comenta Paladio que
Un día en
que Macario permanecía sentado en su celda, sufrió la picadura de un mosquito.
Movido por el dolor, lo aplastó. Se acusó en seguida de haberlo aplastado por
venganza y resolvió permanecer desnudo e inmóvil, sin abandonar el sitio, seis
meses enteros sumido en la mayor soledad, en un pantano próximo, en el que hay
mosquitos tan grandes como avispas y cuyos aguijones atraviesan incluso la piel
de los jabalíes. Consecuencia de ello es que le pusieron el cuerpo en tal
estado que cuando volvió a su celda todos creyeron que había contraído la lepra
y únicamente por su voz reconocieron que era Macario.
A
partir de ello, J. Lacarriére analiza la mentalidad y la forma de vida de
aquellos monjes.
Comportamiento
que algunos calificarán de insensato, pero que revela en realidad una mentalidad a la vez arcaica y
atrayente. Por haber matado un mosquito,
Macario deja a todos los otros el cuidado de vengar su “víctima”. Su gesto
puede ser interpretado, ante todo, como un sufrimiento que Macario se impone a
título de expiación y al mismo tiempo como un equilibrio que se restablece, un
trueque que se establece entre el universo humano y el universo animal.
Añade
Lacarriére que para comprender mejor el castigo que se autoimpuso Macario por
haber matado al mosquito, hay que tener en cuenta lo que significa habitar el
desierto en una relación tan cercana con ángeles y demonios.
Porque la
existencia en el desierto está sometida a un perpetuo ajuste de cuentas entre
el hombre y el mundo viviente que le circunda, visible e invisible. En el
cielo, sobre la tierra, cerca de los humanos, los ángeles y los demonios
inscriben en grandes libros las faltas de cada uno y todo figura en su sitio en
esta contabilidad metódica, incluso los gestos más anodinos, los pensamientos
más cotidianos.
En aquellos
monjes –de acuerdo con J. Lacarriére- debía imperar el respeto a todo lo
creado, donde el ser humano es tan solo uno más entre tantos seres vivos. “Cosas,
plantas, animales forman parte de un universo sagrado donde nada existe por
azar, donde todo, desde la aparición: de un querubín hasta la picadura de un mosquito,
es un signo que emana del mundo invisible.” Tomando todo esto en consideración,
concluye Lacarriére, se vuelve más entendible la conducta adoptada por Macario.
“Por consiguiente, si Macario se deja picar por los mosquitos, es porque éstos,
con idéntico título que los hombres,
tienen su lugar en el inmenso e insondable Plan divino.”
De tal
modo que si bien es cierto que en años recientes han proliferado movimientos en
defensa de los animales, no cabe duda que sus raíces se encuentran en el pasado
remoto.
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