jueves, 31 de enero de 2019

Momentos previos a un concierto de Paganini


En este mismo espacio ya nos hemos referido a algunas peculiaridades en la vida del extraordinario músico Niccolò Paganini (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2016/11/niccolo-paganini-musico-y-personaje.html). En esta ocasión veremos la manera en que Heinrich Heine –citado por Francisco Uzcanga Meinecke y autor de las notas al texto- describe el ambiente previo a un concierto de Paganini en agosto de 1830.

No fue sencillo para Heine acceder al recinto. “El escenario del concierto era el Teatro de la Comedia de Hamburgo. Ya desde muy temprano el público amante del arte había acudido en tan gran número que apenas pude conseguir, tras ardua lucha, un rinconcito al lado de la orquesta.” Allí se había dado cita la flor y nata de la sociedad, corrían tiempos en que a nadie se le ocurría asociar la belleza femenina con la delgadez.

Aunque era día laborable, reconocí en los palcos principales al ilustre mundo de los negocios, al olimpo entero de banqueros y demás millonarios, a los dioses del café y del azúcar escoltados por sus obesas diosas consortes, Junos de Wandrahm [la próspera calle Alter Wandrahm era conocida por sus ricos comerciantes de paños y ultramarinos establecidos allí desde el siglo XVII] y Afroditas de Dreckwall [con el nombre de Dreckwall –“muro del estercolero”, por haber sido antiguamente lugar de depósito de basuras- se designaba popularmente la calle Alter Wall, habitada en la época de Heine mayoritariamente por judíos].

La expectativa iba en aumento –señala Heinrich Heine- mientras se aguardaba que el músico apareciera en escena. “En toda la sala reinaba un silencio sepulcral. Los ojos estaban fijos en el escenario; los oídos, prestos a escuchar. Mi vecino, un viejo tratante de pieles, se sacó los sucios algodoncitos de las orejas para poder absorber mejor los preciados acordes, a dos táleros la entrada.” Y fue en ese entorno que se produjo la aparición del célebre maestro.

Por fin surgió en el escenario una estampa oscura que parecía salida del averno. Era Paganini en traje de gala negro. El frac negro y el chaleco negro, de una hechura tan horrenda que se diría prescrita por la etiqueta infernal de la corte de Proserpina [diosa de los muertos y del inframundo en la mitología romana]. Los pantalones negros aleteaban temerosos en torno a las flacas piernas. Los brazos caídos y largos parecían alargarse aún más con el violín en una mano y el arco en la otra, y casi tocaban el suelo cuando su dueño ejecutaba ante el público sus insólitas reverencias.  

Estar frente a esta figura rodeada de tantos enigmas disparaba varios interrogantes.

¿Estamos ante un hombre a punto de morir y que, cual agonizante gladiador, se esmera por deleitar con sus últimos estertores al público de este coliseo del arte? ¿O es un muerto recién salido del sepulcro, un vampiro con violín dispuesto a chuparnos, si no la sangre de las venas, sí en cualquier caso el dinero de los bolsillos?

Todas aquellas cuestiones –afirma Heine- se acallaron cuando el maestro comenzó a dar muestra de la excelencia de su arte. “Tales preguntas revoloteaban sobre nuestras cabezas mientras Paganini realizaba sus interminables piruetas. Pero en cuanto el formidable maestro apoyó su violín en el mentón y comenzó a tocar, todas las cavilaciones cesaron de forma abrupta.”

Cabe aclarar, en relación a las preguntas de Heine, que Paganini fallecería diez años después de aquel concierto en Hamburgo.

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