jueves, 3 de enero de 2019

Rogoznik y Raskolnikov o lo que va de la lectura al lector


Toda buena lectura nos pondrá en actividad invitando a reflexionar, formulando preguntas, estimulando la imaginación. Por tanto la lectura es oficio de buscadores, solo que -según Amos Oz- en ocasiones buscamos donde menos interesa. “Aquel que busca el corazón del relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca: conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino en el que está entre lo escrito y el lector.” Ahora bien, una vez hecha esa precisión hay algo que el escritor quiere dejar muy en claro: el chismorreo no es de despreciar.

No es que no haya nada que buscar entre el texto y el autor: hay lugar para una investigación biográfica y hay placer en el chismorreo, y tal vez el trabajo de campo biográfico en algunas obras literarias tenga un moderado valor de chismorreo. Tal vez no haya que menospreciar el chismorreo: es el pariente pobre de la literatura. Es cierto que la literatura normalmente no se digna a saludarlo por la calle, pero no hay que olvidar el parentesco que hay entre ellos, pues es un impulso eterno y universal husmear en los secretos del prójimo.
Quien no haya gozado nunca de los encantos del chismorreo que se levante y tire la primera piedra.

Pero aun reconociendo el interés que suscita –añade Amos Oz- allí no se encuentra lo más interesante de la lectura. “Pero el placer del chismorreo es tan sólo algodón de azúcar. El encanto del chismorreo está tan lejos del encanto de un buen libro como un refresco con colorantes del agua fresca y del loado vino.” Y a continuación evoca un recuerdo de su niñez.        

Cuando era pequeño me llevaron dos o tres veces, para celebrar Pésaj o Año Nuevo, al estudio fotográfico de Edi Rogoznik, en la playa Bugrashov de Tel Aviv. En el estudio había un hombre musculoso, un gigante pintado y recortado en cartón cuya espalda estaba sujeta por dos postes, un diminuto bañador se ajustaba a sus lomos de toro, y tenía montañas de músculos y un formidable pecho velludo y bronceado. Ese gigante de cartón tenía un agujero en lugar de cara y detrás había un taburete con peldaños. Edi Rogoznik te mandaba que te pusieses detrás del héroe, que subieses dos peldaños del taburete, que sacaras tu pequeña cabeza hacia la cámara de fotos a través del agujero de la cabeza de ese Hércules, te pedía que no te movieses ni pestañeases, y apretaba el botón. Al cabo de diez días íbamos a por las fotos, en las que mi cara pequeña, pálida y seria se erguía sobre el cuello de toro lleno de marcados tendones, rodeada por los rizos de Sansón, unida a los hombros de Atlas, al pecho de Héctor, a los brazos de Coloso.

Llegados a este punto es posible que el improbable lector de estas líneas se pregunte: ¿qué tiene que ver la literatura con aquel gigante de cartón? Amos Oz lo deja en claro. “Pues bien, toda buena obra literaria nos invita de hecho a sacar la cabeza por alguna de las criaturas de Edi Rogoznik; en vez de intentar sacar por allí la cabeza del escritor, como hace el lector banal, tal vez convenga sacar la propia cabeza por el agujero y ver lo que pasa.” Y vaya que, siempre siguiendo la huella de Amos Oz, pasan cosas muy interesantes.

Es decir: el espacio que el buen lector prefiere labrar durante la lectura de una obra literaria no es el terreno que está entre lo escrito y el escritor sino el que está entre lo escrito y tú mismo. En vez de preguntar: “Cuando Dostoievski era estudiante, ¿de verdad asesinó y robó a ancianas viudas?”, prueba tú, lector, a ponerte en el lugar de Raskolnikov para sentir en tus carnes el terror, la desesperación y la perniciosa miseria mezclada con arrogancia napoleónica, el delirio de grandeza, la fiebre del hambre, la soledad, el deseo, el cansancio y la añoranza de la muerte, para hacer una comparación (cuyo resultado se mantendrá en secreto) no entre el personaje del relato y los distintos escándalos en la vida del escritor, sino entre el personaje del relato y tu yo secreto, peligroso, desdichado, loco y criminal, esa terrible criatura que encierras siempre en lo más profundo de tu mazmorra más oscura para que nadie pueda adivinar jamás la esencia de tu existencia, ni tus padres, ni tus seres queridos, no sea que se aparten de ti con espanto igual que se huye ante un monstruo. Mira, cuando lees la historia de Raskolnikov, siempre que no seas un lector chismoso sino un buen lector, puedes interiorizar a ese Raskolnikov, introducido en tus sótanos, en tus oscuros laberintos, tras las rejas y en la mazmorra, para que se encuentre allí con tus monstruos más vergonzosos y abominables y podrás compararlos con los de Dostoievski; los monstruos de la vida cotidiana no los podrás comparar nunca con nada pues tú nunca se los mostrarás a ningún ser humano, ni siquiera en voz baja, en la cama, al oído de quien se acuesta contigo por las noches, no sea que en ese mismo instante coja la sábana espantado, se cubra con ella y huya de ti gritando de terror.
Así podría Raskolnikov endulzar algo la vergüenza y la soledad de la mazmorra a la que todos nos esforzamos en condenar a nuestro prisionero interior de por vida.

Después de aludir a secretos inconfesables, a mazmorras interiores, al monstruo que también habita en nosotros, llega la hora en que Amos Oz nos consuela afirmando que en todo esto no estamos solos. “Así los libros podrían apiadarse de ti por la tragedia de tus abominables secretos: no sólo de ti, amigo mío, quizás todos seamos un poco como tú: nadie es una isla, pero todos somos media isla, una península rodeada casi por todas partes de agua negra y, a pesar de todo, unida a otras penínsulas.”

No hay comentarios: