Toda buena lectura nos pondrá en
actividad invitando a reflexionar, formulando preguntas, estimulando la
imaginación. Por tanto la lectura es oficio de buscadores, solo que -según Amos
Oz- en ocasiones buscamos donde menos interesa. “Aquel que busca el corazón del
relato en el espacio que está entre la obra y quien la ha escrito se equivoca:
conviene buscar no en el terreno que está entre lo escrito y el escritor, sino
en el que está entre lo escrito y el lector.” Ahora bien, una vez hecha esa
precisión hay algo que el escritor quiere dejar muy en claro: el chismorreo no
es de despreciar.
No es que no haya nada que buscar entre
el texto y el autor: hay lugar para una investigación biográfica y hay placer
en el chismorreo, y tal vez el trabajo de campo biográfico en algunas obras
literarias tenga un moderado valor de chismorreo. Tal vez no haya que
menospreciar el chismorreo: es el pariente pobre de la literatura. Es cierto
que la literatura normalmente no se digna a saludarlo por la calle, pero no hay
que olvidar el parentesco que hay entre ellos, pues es un impulso eterno y
universal husmear en los secretos del prójimo.
Quien no haya gozado nunca de los
encantos del chismorreo que se levante y tire la primera piedra.
Pero aun reconociendo el interés que
suscita –añade Amos Oz- allí no se encuentra lo más interesante de la lectura. “Pero
el placer del chismorreo es tan sólo algodón de azúcar. El encanto del
chismorreo está tan lejos del encanto de un buen libro como un refresco con colorantes
del agua fresca y del loado vino.” Y a continuación evoca un recuerdo de su
niñez.
Cuando era pequeño me llevaron dos o
tres veces, para celebrar Pésaj o Año Nuevo, al estudio fotográfico de Edi
Rogoznik, en la playa Bugrashov de Tel Aviv. En el estudio había un hombre
musculoso, un gigante pintado y recortado en cartón cuya espalda estaba sujeta
por dos postes, un diminuto bañador se ajustaba a sus lomos de toro, y tenía
montañas de músculos y un formidable pecho velludo y bronceado. Ese gigante de
cartón tenía un agujero en lugar de cara y detrás había un taburete con
peldaños. Edi Rogoznik te mandaba que te pusieses detrás del héroe, que subieses
dos peldaños del taburete, que sacaras tu pequeña cabeza hacia la cámara de
fotos a través del agujero de la cabeza de ese Hércules, te pedía que no te
movieses ni pestañeases, y apretaba el botón. Al cabo de diez días íbamos a por
las fotos, en las que mi cara pequeña, pálida y seria se erguía sobre el cuello
de toro lleno de marcados tendones, rodeada por los rizos de Sansón, unida a
los hombros de Atlas, al pecho de Héctor, a los brazos de Coloso.
Llegados a este punto es posible que el improbable
lector de estas líneas se pregunte: ¿qué tiene que ver la literatura con aquel
gigante de cartón? Amos Oz lo deja en claro. “Pues bien, toda buena obra
literaria nos invita de hecho a sacar la cabeza por alguna de las criaturas de
Edi Rogoznik; en vez de intentar sacar por allí la cabeza del escritor, como
hace el lector banal, tal vez convenga sacar la propia cabeza por el agujero y
ver lo que pasa.” Y vaya que, siempre siguiendo la huella de Amos Oz, pasan
cosas muy interesantes.
Es decir: el espacio que el buen lector
prefiere labrar durante la lectura de una obra literaria no es el terreno que
está entre lo escrito y el escritor sino el que está entre lo escrito y tú
mismo. En vez de preguntar: “Cuando Dostoievski era estudiante, ¿de verdad asesinó
y robó a ancianas viudas?”, prueba tú, lector, a ponerte en el lugar de
Raskolnikov para sentir en tus carnes el terror, la desesperación y la
perniciosa miseria mezclada con arrogancia napoleónica, el delirio de grandeza,
la fiebre del hambre, la soledad, el deseo, el cansancio y la añoranza de la
muerte, para hacer una comparación (cuyo resultado se mantendrá en secreto) no
entre el personaje del relato y los distintos escándalos en la vida del escritor,
sino entre el personaje del relato y tu yo secreto, peligroso, desdichado, loco
y criminal, esa terrible criatura que encierras siempre en lo más profundo de
tu mazmorra más oscura para que nadie pueda adivinar jamás la esencia de tu
existencia, ni tus padres, ni tus seres queridos, no sea que se aparten de ti
con espanto igual que se huye ante un monstruo. Mira, cuando lees la historia
de Raskolnikov, siempre que no seas un lector chismoso sino un buen lector,
puedes interiorizar a ese Raskolnikov, introducido en tus sótanos, en tus
oscuros laberintos, tras las rejas y en la mazmorra, para que se encuentre allí
con tus monstruos más vergonzosos y abominables y podrás compararlos con los de
Dostoievski; los monstruos de la vida cotidiana no los podrás comparar nunca
con nada pues tú nunca se los mostrarás a ningún ser humano, ni siquiera en voz
baja, en la cama, al oído de quien se acuesta contigo por las noches, no sea
que en ese mismo instante coja la sábana espantado, se cubra con ella y huya de
ti gritando de terror.
Así podría Raskolnikov endulzar algo la
vergüenza y la soledad de la mazmorra a la que todos nos esforzamos en condenar
a nuestro prisionero interior de por vida.
Después de aludir a secretos
inconfesables, a mazmorras interiores, al monstruo que también habita en
nosotros, llega la hora en que Amos Oz nos consuela afirmando que en todo esto no
estamos solos. “Así los libros podrían apiadarse de ti por la tragedia de tus
abominables secretos: no sólo de ti, amigo mío, quizás todos seamos un poco
como tú: nadie es una isla, pero todos somos media isla, una península rodeada
casi por todas partes de agua negra y, a pesar de todo, unida a otras penínsulas.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario