martes, 8 de enero de 2019

Un tratamiento efectivo


Dicen y dicen que el amor todo lo cura. Para confirmar tal aserto ahora veremos cómo fue que el poeta Juan Ramón Jiménez curó de los quebrantos de salud que le aquejaban a comienzos del siglo XX; la historia la cuenta José Luis Melero (basándose en el libro de Ignacio Prat titulado El muchacho despatriado). 
La Congregación de las Hermanas de la Caridad de Santa Ana de Zaragoza que fundara la Madre María Rafols se encargaba de cuidar a los enfermos ingresados en la Casa de Salud de Nuestra Señora del Rosario de Madrid. En ella estuvo entre 1901 y 1903 el que muchos piensan que ha sido el más grande poeta español de siglo XX: Juan Ramón Jiménez. Su legendaria hipocondría le había llevado allí tras la muerte de su padre y después de pasar por La Maison de Santé du Castel d’Andorte que dirigía el psiquiatra Gastón Lalanne. 
Todo parece indicar que muy rápidamente el joven Juan Ramón recuperó su salud y con ella el interés por la vida.
Lo que nadie podía imaginar es que en ese sanatorio Juan Ramón llegara a enamorar a tres de las monjas que le cuidaban y que las tres fueran aragonesas. El poeta tenía una larga vinculación con Aragón: había estado en Panticosa, en Alhama de Aragón, había visitado el Pilar…, pero nada inducía a pensar que decidiera seducir a tres monjitas aragonesas durante su estancia en el sanatorio madrileño. A una de ellas, la hermana Pilar Ruberte, zaragozana y descendiente de Magallón, a la que Juan Ramón llamó “Mi Venus de Milo” y por quien llegó a escribir cantas de jota que envió a un concurso de Calatayud, le dedicó “Recuerdos sentimentales”, una de las partes de su libro Arias tristes. Juan Ramón confesó que mantuvo con ella una relación amorosa, igual que hizo con la hermana Amalia Murillo, natural de Sariñena. Los amoríos con ésta fueron los más sonados y provocaron que la Superiora de la Comunidad ordenara el traslado de Amalia y su alejamiento del poeta. En realidad sólo eran celos: también ella, Susana López, la Madre Superiora, natural de Mallén, estaba enamorada del poeta de Moguer y le visitaba habitualmente en sus habitaciones. 
Pero como en este mundo todo se sabe –añade Melero- “esos amoríos fueron la comidilla de la época y todavía quince años más tarde la madre de Zenobia Camprubí los utilizaba como argumento para tratar de impedir la boda de su hija con Juan Ramón” (por cierto que en otro momento nos referiremos a alguna de las historias que tienen como protagonistas a Zenobia y al reconocido poeta).
En la opinión de Jesús Ruiz Mantilla estos amores se ponen de manifiesto en “(…) Libros de amor, un volumen de poesía sensual, erótica, explícita en las pasiones (…) que no llegó a publicar en vida para no ofender a su mujer, a la que acababa de conocer cuando ya lo tenía terminado y a punto de impresión (…)”. Ruiz Mantilla también alude a la temporada que Juan Ramón Jiménez pasó en la Casa de Salud de Nuestra Señora del Rosario. 
Allí, en el número 14 de la calle de Príncipe de Vergara de Madrid, pasó JRJ dos años -"de los más felices de mi vida", dice el poeta-, entre 1901 a 1903, por indicación del doctor Luis Simarro. Pero acabó expulsado por la madre superiora. Eran demasiadas las habladurías que provocaban, no sólo las visitas de sus amigotes, con Valle-Inclán y sus barbas de chivo y su ceceo como la máxima atracción de las novicias. El colmo fueron sus relaciones con tres jóvenes religiosas: la hermana Amalia Murillo, que fue trasladada de inmediato a Barcelona, con la hermana Filomena y, sobre todo, con Pilar Ruberte.
No pasa inadvertido en el texto precedente la aparición de una nueva protagonista: la hermana Filomena, de la que nada decía Melero (por lo que las tres podrían resultar cuatro). 
Regresemos al artículo de Jesús Ruiz Mantilla
A ellas están dedicados varios poemas, pero los inspirados por esta última [Pilar Ruberte], más las confesiones de Juan Ramón en sus diarios íntimos, no dejan lugar a dudas. En ellos repasa a las que podían haberse convertido en amores más duraderos, y sólo de la novicia afirma: "Podía haber sido mi novia blanca".
En otros pasajes de sus recuerdos, el escritor la rememora: "Hermana Pilar, ¿tienes aún tan negros tus ojos? ¿Y tu boca tan fresca y tan roja? Y tus pechos... ¿cómo tienes los pechos? Ay, ¿te acuerdas cuando entrabas en las altas horas en mi cuarto, cuando me llamabas como una madre, cuando me reñías como a un niño?". Pero los poemas resultan una clara evocación de encuentros más que fogosos: "¡Hermana! Deshojábamos nuestros cuerpos ardientes / en una profusión sin fin y sin sentido.../ era otoño y el sol -¿te acuerdas?- endulzaba tristemente la estancia de un fulgor blanquecino...". O en otro, que comienza así: "Cuando huía, en un vuelo de tocas trastornadas, / de la impetuosa voluntad de mi deseo, / se refugiaba en un rincón, como una gata... / pero sus uñas eran más dulces que mis besos...".
Como queda de manifiesto en Libros de amor –de acuerdo a lo que sostiene Ruiz Mantilla- las conquistas del poeta no se restringían al ámbito religioso.
También el libro recoge los poemas que dedicó a otras mujeres como María Teresa Flores Iñiguez, Blanca Hernández-Pinzón, Rocío Almonte, Francina, la cocinera de la clínica de Castel d'Andorte, donde estuvo ingresado, Luisa Grimm y Jeanne Roussié, estas dos últimas casadas. Roussié, concretamente, era la mujer del doctor Jean-Gaston Lalanne, que había acogido en su casa al poeta para tratarlo. Él tenía 19 años y ella 29 y queda claro que para él su relación fue exclusivamente sexual. "Lo mentido era escudo forjado por los dos / a los actos más bajos; ella ansiaba... saciarse / por si la vida no le daba el goce... honrado... / Yo iba sólo por un afán de novedades...".
De lo anterior se desprende que el agradecimiento del poeta hacia el galeno que lo trataba, no incluía el respeto a la fidelidad matrimonial.

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