En este mismo espacio ya nos
hemos referido a la mala reputación con la que cargaron, a lo largo de la
historia y en muy diversos lugares, los cómicos (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/search/label/Fernando%20Fernán%20Gómez)
Ahora veremos que los actores y el
teatro fueron objeto del mismo descrédito durante mucho tiempo; Fernando Fernán
Gómez considera que el asunto tiene su historia.
Podría
pensarse que esta situación era un fenómeno histórico, que se daba en
determinadas culturas, pero cuando vemos que ya en la India de doscientos años
antes de Jesucristo Buda prohíbe a sus seguidores asistir a las
representaciones teatrales, y que en la Roma pagana los actores son reclutados
exclusivamente entre los esclavos y reciben el nombre de “infamea”,
comprendemos que esta mala relación entre el actor y los demás no obedece a
unas circunstancias pasajeras, sino que hay algo más profundo.
En
entornos culturales cristianos la situación no mejoró, mientras que las
autoridades eclesiales declaraban la guerra contra estos espacios recreativos
(a los que de recreativo seguramente le veían más bien poca cosa). Continúa
Fernán Gómez
La actitud enconada de los cristianos de los primeros
tiempos contra el teatro parece bastante justificada, ya que los actores de
aquella época no se tomaron muy en serio la nueva religión y se burlaban en las
plazas públicas de las predicaciones cristianas y parodiaban de modo grotesco
los nuevos ritos. Así no es de extrañar que el obispo san Cipriano escribiera
un libro titulado Contra los espectáculos
y proclamase que los actores eran hijos de Satanás y las actrices prostitutas
babilónicas.
Los mimos, que sucedieron a los actores en el favor del
público romano, no se metieron en cuestiones religiosas, pero siguieron
apegados en sus representaciones al espíritu optimista, festivo, sensual del
paganismo, tan opuesto al ascetismo cristiano, y no contribuyeron a calmar las
iras de los predicadores, como san Judas Crisóstomo, el más elocuente de todos,
que llamó a los teatros “lugares de impudicia, escuelas de la molicie,
auditorios de la peste y colegios de la lujuria”. (…)
Y así, entre malos modos y peores maneras, se llegó al
concilio de Nicea [año 325], donde quedó bien claro que “los actores, las
actrices, los gladiadores, los empresarios de espectáculos, los flautistas, los
citaristas, las danzarinas, como también cuantos sientan pasión por el teatro
son expulsados de la comunidad cristiana”.
Sin
embargo –afirma Fernán Gómez- la animadversión estaba dirigida particularmente
a los actores.
Para los cristianos de Nicea, los malos eran la gente del
teatro –incluido el público; para la moral actual, quedan excluidos de esa
maldad los acomodadores, las taquilleras, las señoras de la limpieza, los
músicos, tramoyistas, electricistas, contables, gerentes, decoradores, autores,
empresarios…, todos menos los actores. Alguna razón tiene que haber para este
raro privilegio, pues se advierte desde hace tiempo –probablemente desde el
siglo XVIII- que la prevención no es, como antiguamente, contra el teatro por
la mala influencia que puede ejercer sobre el pueblo, sino contra los que
dentro del conjunto del teatro desempeñan la misión de histriones.
Pero
los prejuicios en relación a los actores no provenían exclusivamente –tal como
lo deja en claro Wislawa Szymborska- de los sectores eclesiales.
La Comédie Française consiguió que las
autoridades prohibiesen a los actores de feria interpretar cualquier texto. Que
salten, bailen, brinquen como cabras, hagan cuantas carantoñas deseen, pero
¡bien lejos de la literatura francesa! La prohibición surtió efecto, los
actores enmudecieron y sus espectáculos adquirieron una nueva dimensión.
La
mala opinión generalizada acerca de los comediantes seguramente también tuvo
que ver tanto con las penurias económicas que solían atravesar, como con su
oficio de saltimbanqui. Ahora bien, los juicios negativos que sobre ellos
recaían en razón de su modus vivendi,
parecían no inquietarlos mayormente, dado que otras formas de vida para ellos
serían, por decir lo menos, muy poco interesantes; Marcos Ordóñez brinda un
claro ejemplo de ello.
(…) Y pienso en aquella
vieja historia de cómicos perdidos en la noche, en invierno, en mitad de
ninguna parte, el autobús calado en la cuneta, y empieza a nevar, y siguen
caminando, muertos de frío, hasta que de pronto ven una luz en una ventana, y a
través de la ventana una familia feliz, en torno al fuego, a punto de zamparse
la cena de Navidad, y un cómico le dice a otro: “Pobre gente, qué vida más
aburrida”.
La
situación ha venido cambiando y de ello da cuenta –con su sarcasmo habitual-
Fernando Fernán Gómez.
Sería exagerado pretender que la situación no ha cambiado
y que seguimos hoy como cuando a los cómicos en la Inglaterra isabelina se les
marcaba a fuego y en la Francia del siglo de oro a Molière se le instaba a
abandonar su oficio de actor como condición para entrar en la Academia. Hace ya
cien años que se levantó a los oficiantes de Dionisos la excomunión, y en
nuestro tiempo nadie relaciona su trabajo con la cuestión religiosa. Aunque
esto quizá no indique un aumento de respeto hacia los comediantes, sino un
enfriamiento de los sentimientos religiosos.
En estos días en que tuvo
lugar la ceremonia anual de la entrega de Oscar, caracterizada por su glamour y
cuidado de las formas, vemos como actualmente los actores han llegado a ser
admirados –e incluso idolatrados-, por lo que ocupan el centro de la escena
social. Sin embargo perviven aún odios y envidias por lo que representan; Hortensia
Powdermaker, referida por Fernán Gómez, da cuenta de ello.
La
antropóloga americana, como razón de esta hostilidad, de este odio –para
utilizar sus propias palabras-, diagnostica: “En primer lugar existe una gran
envidia, envidia por los enormes salarios de los actores, envidia por la forma
en que son admirados, y envidia por su popularidad”.
Otra de
las causas del conflicto podría ser la influencia que ejercen sobre los demás,
en sus modas y modales, en su comportamiento externo, en sus costumbres. Influencia
de la que los demás no consiguen liberarse, pero que puede resultarles incómoda
porque, hasta cierto punto, les hace sentirse supeditados.
Públicos
de los más opuestos países imitan la conducta de los personajes de las
películas, pero identificándolos con los actores. Es cierto que imitan más su
comportamiento externo que sus decisiones o tomas de posición respecto a los
incidentes; imitan los andares, los gestos, los ademanes, el modo de vestir. A
veces esta imitación es deliberada y otras casi inconsciente. Pero escasos son
los hábitos mayoritarios de la gente de nuestro tiempo que no hayan sido antes
difundidos por algunas estrellas de la pantalla. Y en gran medida la televisión
contribuye a la difusión.
A modo de conclusión tal vez
sea pertinente evocar el conocido principio psicológico que sostiene que del
amor al odio solo hay un paso.
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