En los
primeros siglos después de Cristo fueron muchos quienes optaron por
establecerse en zonas desérticas de Siria y Egipto con el afán de purificar su
vida, alejarse del pecado y ofrecer sus privaciones a Dios. La vida de los
eremitas transcurría en soledad luchando -tal como lo señala J. Lacarriére-
contra las propias debilidades. “El único peligro que amenaza a una vida
ascética practicada en la soledad del desierto, es el orgullo: orgullo de poder
dominar el cuerpo más de lo que es necesario, de abolir totalmente las
servidumbres de la carne, de querer vivir ya desde esta tierra como un ser
inmaterial.” Quienes ya tenían experiencia en estos menesteres legaban sus
aprendizajes, de acuerdo con Lacarriére, a los jóvenes que seguían sus pasos. “Por
eso los ‘antiguos’ multiplicaban los consejos de prudencia, instaban a los
novicios a no excederse en los ayunos, a que no se creyeran liberados de las
exigencias de la carne y tomaran siempre un mínimo de alimento, aun cuando
fuera contra su deseo, para evitar el orgullo.”
Con el
paso del tiempo apareció un cambio importante: seguir ofreciendo la vida a Dios
pero viviendo en comunidad; así los monjes van desplazando a los eremitas que,
cabe aclarar, no desaparecieron totalmente. La lucha ahora ya no solo era en
relación a uno mismo sino también haciendo frente a los conflictos propios de
la vida comunitaria, es decir que la ascesis colectiva planteaba retos
diferentes a los de la ascesis individual como lo es –de acuerdo con J.
Lacarriére- el de la competencia y la rivalidad con los hermanos de comunidad.
La
preocupación de llevar la ascesis más lejos que los demás, tiene en ella misma sus propios límites. No es posible ir
demasiado lejos en el rigor de los ayunos sin desembocar en el pecado de
orgullo, en la idea de que puede uno
sustraerse a la común condición humana y vivir a la manera de los
ángeles. Idea presuntuosa y hasta
“herética”, puesto que hará creer que la ascesis y las mortificaciones pueden,
en sus efectos, reemplazar a la Gracia.
Así, la
frontera tan a menudo indiscernible que separa la extrema humildad del extremo orgullo,
condujo a los ascetas a tratar de delimitarla por medio de criterios arbitrarios
pero concretos. Estos criterios debían permitir al anacoreta escapar a los
peligros que sin cesar le acechan en el desierto: abandonarse a sus deseos y
convertirse en la presa de los demonios, o dejarse arrastrar por el orgullo imponiéndose
privaciones excesivas y convertirse asimismo en la presa de los demonios.
Esta
es una de las razones que hacen necesarias las reglas que norman el comportamiento
personal en aras de una vida comunitaria armónica; continúa Lacarriére
Pronto,
pues, se hicieron necesarias ciertas reglas ascéticas. Las reglas -ese es su papel-
precisan y tranquilizan. Le dicen al asceta lo que está bien y lo que está mal
y, si él las respeta, se siente seguro en el seno de este universo ambiguo por donde él avanza casi
como un ciego, de hallarse en la
vía justa, la que conduce a los
ángeles y al cielo.
Evidentemente,
dichas reglas irían estableciéndose en primer lugar a propósito de la
alimentación y los ayunos. (…)
Conceder
a la alimentación semejante importancia simbólica parecerá tal vez exagerado,
pero no tenerla en cuenta sería desconocer el papel esencial que desempeñó en la mayoría de las religiones y
sociedades como símbolo de estados
espirituales, en las relaciones sociales, y hasta en las experiencias místicas
más elevadas. Este símbolo aparece claramente en las religiones primitivas o
antiguas, y el cristianismo dista mucho
de haberlo ignorado.
Una de
las variantes de vida comunitaria tuvo lugar a comienzos del siglo IV en Egipto
y fue dirigida por Pacomio quien, según Luis Izquierdo, “había iniciado su vida
como anacoreta y realizado actos tan asombrosos como el de derretir con sus
lágrimas y su sudor un ladrillo sobre el que se había puesto a rezar (…)”
Izquierdo menciona algunas de las reglas vigentes en su comunidad.
Es interesante
destacar algunas de esas normas monásticas de Pacomio, para entender el cambio
y la dosis de sentido común que suponen: “Permitirás a cada uno que coma y
beba, de acuerdo con sus fuerzas. Construye celdas separadas dentro de la
clausura; que vivan tres dentro de cada celda. Todos tendrán un capuchón de piel
de cabra curtida y nadie ha de comer sin llevarlo puesto”.
Subraya
Lacarriére que ni aún estos espacios donde conviven los consagrados a Dios son
ajenos a la envidia, los celos, la ostentación, el presumir.
En las comunidades
pacomianas, aun hizo su aparición otro peligro que acechaba al monje: el de la
ostentación. Ayunar, mortificarse, no para sí mismo sino para los demás, puesto
que todo se hacía a la vista de todos. Las Vidas
de Pacomio y de su discípulo Teodoro abundan en anécdotas en las que se ve al
jefe reprender sin cesar esta ostentación en la ascesis. He aquí un ejemplo
significativo: las comidas tenían lugar
una vez al día, en un refectorio donde servíanse a los monjes yerbas cocidas,
frutas, pan y agua. Si algún monje quería ayunar, sólo podía hacerlo en el refectorio,
y era frecuente ver a tal o cual monje levantarse de la mesa sin haber probado
bocado de su comida. Semejante situación pronto se hizo intolerable, pues
bastaba que un monje se abstuviera ostensiblemente de comer para que los demás
se sintieran culpables y se acusaran de ser demasiado tibios en su ascesis. La
cosa llegó a tal punto que finalmente nadie osaba comer.
Luis
Izquierdo aclara esta cuestión poniendo el ejemplo de lo que sucedía con las
aceitunas.
Pacomio
había de tender a evitar la inclinación de los monjes a emularse recíprocamente. Sobre todo en cuestiones casi
ridículas: ocurría a veces que a un hermano le bastaban seis aceitunas para
alimentarse; pronto resultaba que otro ya estaba satisfecho con cinco. Había
que trazar un límite. Para solventar la cuestión, se fijó el número de siete
aceitunas. Comer más de siete era pecado de gula; no llegar a ese número,
pecado de orgullo.
Así
fue como la regla que establece la obligatoriedad de llevar la capucha puesta
en el transcurso de la comida deja de ser –como demuestra Lacarriére- una
notable falta de educación para convertirse en una medida que permita preservar
la paz y la concordia comunitaria.
Para
paliar tal inconveniente, a Pacomio se le ocurrió que los monjes llevaran capuchones bastante amplios para que cada uno
pudiese cubrir con el suyo su propio plato y comer así al abrigo de las miradas
indiscretas, sin ver lo que hacía su vecino. Así, en el curso de las comidas comunes,
todos aquellos capuchones bajados se convertían, tanto en el sentido propio
como en el figurado, en un testimonio de
humildad.
Luis
Izquierdo hace su aporte en relación al tema.
Se trata
de bizantinismos, más o menos espiritualistas, a que conduce el clima ingenuo
de las primeras comunidades. Con el capuchón
puesto, el monje ignorará el alimento que toma su vecino. Discreción obligada,
como se ve, pero de resultados prácticos.
Alguno de
sus consejos, evidencia ya una honda sabiduría cristiana de carácter universal;
por ejemplo, su recomendación a los monjes de desechar la fácil tendencia a
inmiscuirse en los asuntos de sus hermanos, exhortándoles a que se interesen
más bien en la dirección que -por encima de las apariencias- toman las almas.
El respeto entre los monjes, como manifestación externa de la caridad, ha de
ser una de las bases de la concordia dentro del monasterio.
Nada fácil
debe haber sido dirigir estas comunidades de monjes y todo parece indicar que Pacomio
–siguiendo a J. Lacarriére- tuvo clara la forma de defender a su comunidad de
los embates del orgullo y la vanidad.
De otro
lado, como regla general, Pacomio no era partidario de los ayunos demasiado
frecuentes ni prolongados. En un dominio donde resulta tan delicado trazar la
línea divisoria entre el mundo del orgullo y el de la humildad, el sólo hecho
de rehusar un bocado de pan adquiría un sentido equívoco; ¿obedecía al
orgullo o a la ascesis? Y Pacomio no tardó en exigir de cada monje que
comiera en cada comida “cuatro o cinco bocados de pan para evitar la vanidad”.
Es así
como ni el desierto pudo acabar con el ánimo competitivo de hombres cuyo
objetivo era destacar y para eso había que ser necesariamente mejor que los
demás. Y es por ello entonces que –sostiene Luis Izquierdo- la norma de que “Nadie
ha de comer sin llevar encima el capuchón” dejaba en claro “la pervivencia del
ánimo competitivo” entre aquellos hombres que consagraron su vida a Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario