martes, 5 de marzo de 2019

La historia de Pacomio, las aceitunas y la capucha

En los primeros siglos después de Cristo fueron muchos quienes optaron por establecerse en zonas desérticas de Siria y Egipto con el afán de purificar su vida, alejarse del pecado y ofrecer sus privaciones a Dios. La vida de los eremitas transcurría en soledad luchando -tal como lo señala J. Lacarriére- contra las propias debilidades. “El único peligro que amenaza a una vida ascética practicada en la soledad del desierto, es el orgullo: orgullo de poder dominar el cuerpo más de lo que es necesario, de abolir totalmente las servidumbres de la carne, de querer vivir ya desde esta tierra como un ser inmaterial.” Quienes ya tenían experiencia en estos menesteres legaban sus aprendizajes, de acuerdo con Lacarriére, a los jóvenes que seguían sus pasos. “Por eso los ‘antiguos’ multiplicaban los consejos de prudencia, instaban a los novicios a no excederse en los ayunos, a que no se creyeran liberados de las exigencias de la carne y tomaran siempre un mínimo de alimento, aun cuando fuera contra su deseo, para evitar el orgullo.”

Con el paso del tiempo apareció un cambio importante: seguir ofreciendo la vida a Dios pero viviendo en comunidad; así los monjes van desplazando a los eremitas que, cabe aclarar, no desaparecieron totalmente. La lucha ahora ya no solo era en relación a uno mismo sino también haciendo frente a los conflictos propios de la vida comunitaria, es decir que la ascesis colectiva planteaba retos diferentes a los de la ascesis individual como lo es –de acuerdo con J. Lacarriére- el de la competencia y la rivalidad con los hermanos de comunidad.

La preocupación de llevar la ascesis más lejos que los demás, tiene en ella  misma sus propios límites. No es posible ir demasiado lejos en el rigor de los ayunos sin desembocar en el pecado de orgullo, en la idea de que puede uno  sustraerse a la común condición humana y vivir a la manera de los ángeles. Idea  presuntuosa y hasta “herética”, puesto que hará creer que la ascesis y las mortificaciones pueden, en sus efectos, reemplazar a la Gracia.
Así, la frontera tan a menudo indiscernible que separa la extrema humildad del extremo orgullo, condujo a los ascetas a tratar de delimitarla por medio de criterios arbitrarios pero concretos. Estos criterios debían permitir al anacoreta escapar a los peligros que sin cesar le acechan en el desierto: abandonarse a sus deseos y convertirse en la presa de los demonios, o dejarse arrastrar por el orgullo imponiéndose privaciones excesivas y convertirse asimismo en la presa de los demonios.

Esta es una de las razones que hacen necesarias las reglas que norman el comportamiento personal en aras de una vida comunitaria armónica; continúa Lacarriére

Pronto, pues, se hicieron necesarias ciertas reglas ascéticas. Las reglas -ese es su papel- precisan y tranquilizan. Le dicen al asceta lo que está bien y lo que está mal y, si él las respeta, se siente seguro en el seno de este  universo ambiguo por donde él avanza casi como un ciego, de hallarse en la  vía  justa, la que conduce a los ángeles y al cielo.
Evidentemente, dichas reglas irían estableciéndose en primer lugar a propósito de la alimentación y los ayunos. (…)
Conceder a la alimentación semejante importancia simbólica parecerá tal vez exagerado, pero no tenerla en cuenta sería desconocer el papel esencial que  desempeñó en la mayoría de las religiones y sociedades como símbolo de  estados espirituales, en las relaciones sociales, y hasta en las experiencias místicas más elevadas. Este símbolo aparece claramente en las religiones primitivas o antiguas, y el  cristianismo dista mucho de haberlo ignorado.

Una de las variantes de vida comunitaria tuvo lugar a comienzos del siglo IV en Egipto y fue dirigida por Pacomio quien, según Luis Izquierdo, “había iniciado su vida como anacoreta y realizado actos tan asombrosos como el de derretir con sus lágrimas y su sudor un ladrillo sobre el que se había puesto a rezar (…)” Izquierdo menciona algunas de las reglas vigentes en su comunidad.

Es interesante destacar algunas de esas normas monásticas de Pacomio, para entender el cambio y la dosis de sentido común que suponen: “Permitirás a cada uno que coma y beba, de acuerdo con sus fuerzas. Construye celdas separadas dentro de la clausura; que vivan tres dentro de cada celda. Todos tendrán un capuchón de piel de cabra curtida y nadie ha de comer sin llevarlo puesto”.

Subraya Lacarriére que ni aún estos espacios donde conviven los consagrados a Dios son ajenos a la envidia, los celos, la ostentación, el presumir.

En las comunidades pacomianas, aun hizo su aparición otro peligro que acechaba al monje: el de la ostentación. Ayunar, mortificarse, no para sí mismo sino para los demás, puesto que todo se hacía a la vista de todos. Las Vidas de Pacomio y de su discípulo Teodoro abundan en anécdotas en las que se ve al jefe reprender sin cesar esta ostentación en la ascesis. He aquí un ejemplo significativo: las  comidas tenían lugar una vez al día, en un refectorio donde servíanse a los monjes yerbas cocidas, frutas, pan y agua. Si algún monje quería ayunar, sólo podía hacerlo en el refectorio, y era frecuente ver a tal o cual monje levantarse de la mesa sin haber probado bocado de su comida. Semejante situación pronto se hizo intolerable, pues bastaba que un monje se abstuviera ostensiblemente de comer para que los demás se sintieran culpables y se acusaran de ser demasiado tibios en su ascesis. La cosa llegó a tal punto que finalmente nadie osaba comer. 

Luis Izquierdo aclara esta cuestión poniendo el ejemplo de lo que sucedía con las aceitunas.

Pacomio había de tender a evitar la inclinación de los monjes a emularse  recíprocamente. Sobre todo en cuestiones casi ridículas: ocurría a veces que a un hermano le bastaban seis aceitunas para alimentarse; pronto resultaba que otro ya estaba satisfecho con cinco. Había que trazar un límite. Para solventar la cuestión, se fijó el número de siete aceitunas. Comer más de siete era pecado de gula; no llegar a ese número, pecado de orgullo.

Así fue como la regla que establece la obligatoriedad de llevar la capucha puesta en el transcurso de la comida deja de ser –como demuestra Lacarriére- una notable falta de educación para convertirse en una medida que permita preservar la paz y la concordia comunitaria.

Para paliar tal inconveniente, a Pacomio se le ocurrió que los monjes llevaran  capuchones bastante amplios para que cada uno pudiese cubrir con el suyo su propio plato y comer así al abrigo de las miradas indiscretas, sin ver lo que hacía su vecino. Así, en el curso de las comidas comunes, todos aquellos capuchones bajados se convertían, tanto en el sentido propio como en el figurado, en un  testimonio de humildad.

Luis Izquierdo hace su aporte en relación al tema.

Se trata de bizantinismos, más o menos espiritualistas, a que conduce el clima ingenuo de las primeras  comunidades. Con el capuchón puesto, el monje ignorará el alimento que toma su vecino. Discreción obligada, como  se ve, pero de resultados prácticos.
Alguno de sus consejos, evidencia ya una honda sabiduría cristiana de carácter universal; por ejemplo, su recomendación a los monjes de desechar la fácil tendencia a inmiscuirse en los asuntos de sus hermanos, exhortándoles a que se interesen más bien en la dirección que -por encima de las apariencias- toman las almas. El respeto entre los monjes, como manifestación externa de la caridad, ha de ser una de las bases de la concordia dentro del monasterio.

Nada fácil debe haber sido dirigir estas comunidades de monjes y todo parece indicar que Pacomio –siguiendo a J. Lacarriére- tuvo clara la forma de defender a su comunidad de los embates del orgullo y la vanidad.

De otro lado, como regla general, Pacomio no era partidario de los ayunos demasiado frecuentes ni prolongados. En un dominio donde resulta tan delicado trazar la línea divisoria entre el mundo del orgullo y el de la humildad, el sólo hecho de rehusar un bocado de pan adquiría un sentido equívoco; ¿obedecía  al  orgullo o a la ascesis? Y Pacomio no tardó en exigir de cada monje que comiera en cada comida “cuatro o cinco bocados de pan para evitar la vanidad”.

Es así como ni el desierto pudo acabar con el ánimo competitivo de hombres cuyo objetivo era destacar y para eso había que ser necesariamente mejor que los demás. Y es por ello entonces que –sostiene Luis Izquierdo- la norma de que “Nadie ha de comer sin llevar encima el capuchón” dejaba en claro “la pervivencia del ánimo competitivo” entre aquellos hombres que consagraron su vida a Dios.

No hay comentarios: