Tal
como ha sucedido en otras ocasiones, me permito recomendarle que si anda triste
o desesperanzado, deje la lectura de este artículo para otra ocasión.
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El
proceso de industrialización de Inglaterra así como las enormes diferencias socioeconómicas
que caracterizaron a la sociedad de su época, fueron objeto de severa crítica
por parte de diversos escritores y Charles Dickens tal vez sea el más conocido
de ellos.
Entre
quienes denunciaron a los privilegiados que vivían en medio del dispendio y
veían con indiferencia a las mayorías que lo hacían en un entorno de enormes
privaciones, se encuentra John Ruskin quien alude a los primeros de esta manera:
“Cuando (…) volvéis a vuestras casas enrojecidos de erisipela de la vanidad y
estremeciéndoos con el hipo convulsivo de la petulancia. (…) En último término
despreciáis la compasión.”
Y para
dejar en claro la miseria de muchas familias, da cuenta en forma pormenorizada
del drama de una de ellas.
No se
necesita de palabras mías para probarlo. Quiero tan sólo imprimir uno de los
recortes de periódico que tengo la costumbre de guardar en mi cajón; es un
trozo de un número del Daily Telegraph
de fecha anterior a este año [1867] (…) Pero, desde luego, lo que me interesó
es el contenido de este recorte principal; en él se relata sólo uno de esos
hechos que acontecen ahora todos los días, aunque éste, por casualidad, ha
tomado una forma por la cual ha sido llevado ante el juez. (…)
Una investigación se ha llevado a cabo el
viernes por mr. Richards, delegado judicial, en la White Horse Tavern, Christ
Church, Spitalfields, sobre la muerte de Michael Collins, de cincuenta y ocho
años de edad. Mary Collins, una mujer de aspecto miserable, decía haber vivido
con el muerto y su hijo en un cuarto, número 2, Cobb’s Court, Christ Church. El
muerto era un zapatero viejo. La testigo buscaba botas viejas; el muerto y su
hijo las recomponían, y entonces la testigo las vendía por lo que le querían
dar en las tiendas, lo cual era realmente muy poco. El muerto y su hijo
acostumbraban trabajar noche y día para obtener un poco de pan y té y pagar el
cuarto (2 chelines por semana), a fin de poder vivir en familia. La noche del
viernes de esta semana el difunto se levantó de su banco y comenzó a tiritar. Tiró
las botas al suelo diciendo: “Otro las acabará cuando yo no exista; no puedo
más”. No tenían fuego, y Michael dijo: “Me pondría mejor si tuviese un poco de
calor”. La testigo cogió entonces dos pares de botas compuestas para venderlas
en la tienda; pero sólo pudo obtener 14 peniques por los dos pares, pues la
gente de la tienda alegaba: “Nosotros también debemos tener nuestra ganancia”.
La testigo adquirió 14 libras de carbón y un poco de té y pan. Su hijo
permaneció sentado toda la noche haciendo composturas para ganar algún dinero,
pero el enfermo murió el sábado por la mañana. La familia nunca había comido lo
bastante.
El juez: “Me parece deplorable que no hayan
ingresado ustedes en un asilo”. La testigo: “Estábamos acostumbrados a las
comodidades de nuestra casita”. Un jurado preguntó en qué consistían estas
comodidades, porque él sólo había visto un poco de paja en el rincón del
cuarto, cuyas ventanas estaban rotas. La testigo comenzó a llorar, y dijo que
tenía una colcha y algunas otras cosillas. El difunto había dicho que él nunca
iría a un asilo. En el verano, cuando la estación era benigna, sacaban a veces
una ganancia de hasta diez chelines por semana. En esos casos ahorraban siempre
para la semana siguiente, que era por lo general mala. En invierno no ganaban
ni siquiera la mitad. Durante tres años habían ido de mal en peor. Cornelius
Collins declaró que había ayudado a su padre desde 1847. Como solían trabajar
tanto durante la noche, los dos casi perdieron la vista. El testigo tenía ahora
una especie de membrana sobre los ojos. Hacía cinco años que el difunto acudió
a la parroquia en solicitud de auxilio. El encargado de los socorros le dio un
pan de cuatro libras, y le dijo que si volvía le “darían piedras”. Esto
disgustó al difunto, quien se negó rotundamente a recurrir de nuevo al
encargado. La situación fue empeorando hasta el viernes de la última semana,
cuando no tenían ya ni siquiera medio penique para comprar una vela. El difunto
entonces se dejó caer en su camastro de paja, y dijo que no podría durar hasta
la mañana.
Un jurado: “Pero usted mismo se está muriendo
de inanición y debería irse al asilo hasta el verano”. El testigo: “Si
entrásemos en él moriríamos. Al salir de él pareceríamos gente caída del cielo.
Nadie nos conocería, y ni siquiera tendríamos un aposento. Yo podría trabajar
ahora si comiese un poco más, pues mi vista mejoraría”. El doctor P. Walker
dijo que el difunto había muerto de un síncope a causa del agotamiento y la
falta de alimentación. El difunto no poseía la menor ropa de cama. Durante
cuatro meses no pudo comer sino un poco de pan. No tenía ni una partícula de
grasa en el cuerpo. No padecía ninguna enfermedad y, si hubiera tenido
asistencia médica, habría podido sobrevivir al síncope o desmayo. Al destacar
el juez la naturaleza penosa del caso, el jurado dio el siguiente veredicto:
“Que el difunto había muerto de agotamiento, por falta de alimentación y de las
cosas comúnmente necesarias para la vida; también por falta de asistencia
médica”.
Hasta aquí la transcripción de la nota de prensa por parte de John Ruskin.
Habrá
quien diga que son cosas del pasado. Por el contrario, con algunas variantes de
forma, entiendo que a más de 150 años de aquellos acontecimientos actualmente
hay muchos que carecen “de las cosas comúnmente necesarias para la vida”
mientras que algunos pocos regresan a sus casas “enrojecidos de erisipela de la
vanidad y estremeciéndose con el hipo convulsivo de la petulancia”, mientras
desprecian la compasión.
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