Vivimos en tiempos de sobreexposición personal al procurar,
por todos los medios a nuestro alcance, marcar presencia en las redes sociales.
Es así como -se ha dicho- en muchos casos uno se convierte en la agencia de
publicidad de sí mismo.
Esto se distancia en forma notoria de los clásicos
saberes tanto de dignatarios como de artistas de antaño, conocedores que el
secreto de su fama y reconocimiento estaba en evitar su aparición frecuente en
público. Simon Leys relata la lección brindada a este respecto por Orson
Welles, en ocasión en que Peter Bogdanovich
(…) le cumplimentaba por la manera en que había
logrado dominar toda la película [El
tercer hombre] con su sola presencia, Welles le rectifica enseguida con
modestia y le hace observar que, por el contrario, es con su ausencia como
había logrado dicho resultado:
Es
como en el teatro, el personaje del señor Wu, muy conocido por todas las
estrellas de la vieja escuela, a las que no les gustaba nunca hacer su entrada
antes del final del primer acto. Primero dejaban a los otros actores moverse
por el escenario durante tres cuartos de hora, sin preguntar otra cosa que:
“¿Ha visto al señor Wu?”. “¿Qué pasará cuando esté aquí el señor Wu?”. “¿Cuándo
vendrá el señor Wu?”. Y luego, por fin, resuena un gong enorme y el señor Wu
aparece sobre un puente chino, ataviado con un magnífico traje de mandarín.
Flor de melocotonero (¿o cuál es su nombre?) se deshace en genuflexiones, la
multitud de papanatas le aclama: “¡Señor Wu! ¡Señor Wu!”. Cae el telón; los
espectadores aplauden atronadoramente: “¡Qué formidable actor!”.
Convendría pues tener en cuenta los riesgos de
invisibilidad en la sobreexposición así como la presencia fortalecida que
alimenta la ausencia.
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