Muy
conocido es, tanto por los artistas como por el público, el principio que
sostiene que “el show debe continuar” a pesar de los imprevistos que se puedan
presentar en la vida de los profesionales de la actuación o durante la
presentación del espectáculo.
Un
impresionante ejemplo de ello es el que narra Rosa Jiménez Cano en un artículo publicado
en El País el 20 de agosto de 2015
bajo el título: “El Cigala, un artista viudo. El cantaor actuó en Los Ángeles
en homenaje a su esposa, fallecida horas antes del recital.”
“Buenas
noches, Los Ángeles. Feliz de poder compartir con tanta gente buena y afición a
la buena música. Tanto yo como mis compañeros estamos contentos y felices y,
nada, darles las gracias por estar aquí. Thank
you, very much”, y comenzaron los compases de Simples Cosas.
No era
verdad. El cantante no podía estar feliz. Pero se transformó al subir al
escenario. Diego Ramón Jiménez Salazar, El
Cigala en los discos y carteles, se ha quedado viudo. La noche antes del
concierto a las dos de la madrugada, se apagaba la vida de Amparo Fernández, su
pareja durante más de 25 años. Con ella tuvo dos hijos y se convirtió en el
pilar más férreo de su carrera.
La
audiencia ignoraba que 45 minutos antes, el artista llegó al camerino enfundado
en un pijama de corte chino de raso azul oscuro, con la mirada escondida en una
gafas de sol y arrastrando las babuchas. Con el cuerpo apoyado en Yelsy Heredi,
su contrabajo, repetía “qué barbaridad, qué barbaridad”, mientras sujetaba la
cabeza con ambas manos. A medida que pasaban los minutos, Julio César
Fernández, road manager, hijo de
Amparo, estrenando orfandad, comenzó a dar el último planchado al terno de
luto: chaqueta con solapa de terciopelo, camisa blanca y raya en el pantalón.
Diego pidió colirio para aliviar los ojos encendidos en sangre y un espray que
mitigase la tristeza agarrada a la nariz. “No puedo, no puedo, no puedo”,
susurraba. Pero pudo. Pudo más que ninguna noche. Más solemne y metido en sí
mismo que ninguna otra actuación. El desenlace, no por esperado, ha sido menos
doloroso.
La
situación de salud de Amparo Fernández se había venido agravando por lo que dejó
sus instrucciones ante la eventualidad; continúa la nota de Jiménez Cano
Amparo no
quiso alarmar al clan que dirigía con hilos invisibles. Durante seis meses se
trató del cáncer que padecía con gran discreción en Miami. El Cigala comenzó a
sospechar. No quedó más remedio que decir la verdad, que ese tumor sin
importancia estaba tomando el control de la situación. El 8 de mayo, con la noticia
caliente, se rompió en un concierto memorable en Carnegie Hall. Nueva York a
sus pies. La matriarca, orden en su caos, le pidió que no dejase de cantar, que
pasara lo que pasara, siguiera en los escenarios.
En Los
Ángeles cumplió la promesa. Con la esposa de cuerpo presente, se entregó como
si nunca más fuese a acercarse a un micrófono. Hubo espacio para el desgarro en
Inolvidable y su mensaje a medida,
“en la vida hay amores que nunca pueden olvidarse”. En Vete de mí, hizo suyo un verso: “Tengo las manos tan desechas de
apretar que ni te puedo sujetar”. (…)
Con Soledad llegó el arrebato, sin apenas
reprimir el llanto y la voz quebrada: “Para siempre los crespones. Ay, mi
soledad. Ay, vuelve ya. Tú, vuelve ya”. La tensión fue mayúscula con Está lloviendo ausencia: “Y nos
despedimos así, como si nada, sin mirarnos, sin hablarnos, sin besarnos, sin
tocarnos, nos despedimos así como si nada, cada uno a su camino, cada cual con
su destino. Se quedó un lugar vacío de tu cuerpo a mi delirio, laberinto
insoportable de tristeza”.
Sólo El Cigala supo el esfuerzo sobrehumano
que significó llegar al final de su actuación tal como concluye la crónica de
Rosa Jiménez Cano.
No hubo
bises ni largas despedidas. Tampoco una confesión final que desatase las
emociones. El Cigala fue un profesional
con letras mayúsculas, dejó de lado su pena para dar sabor a la vida de los
demás. Entre líneas, en notas rotas, se dejó escapar el dolor, que disfrazó con
un paseo por las tablas.
“Gracias
a la vida”, al final de la canción del mismo título, fueron las últimas
palabras del rey de los flamencos. Los Ángeles nunca supo lo que verdaderamente
latía en el corazón de ese chico que se crió en el Rastro de Madrid. Diego
emprendió el viaje de vuelta a República Dominicana, su lugar de residencia.
Allí será la incineración de su mujer, la que por primera vez no estaba al
volver al camerino. La ceremonia será en la más estricta intimidad en Punta
Cana, su paraíso de paz e inspiración.
No es
difícil suponer la enorme sorpresa que se llevaron, al día siguiente, quienes
asistieron al evento al enterarse de la triste noticia. Seguramente aquel
espectáculo quedará para siempre en su recuerdo emocionado y agradecido.
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