“Me
enteré de un suceso que me dejó deslumbrado”, señala Michel Tournier al inicio
de su artículo. Sospecho que aquí hubo un error de traducción porque -tal como
verá el lector- entiendo que el término “deslumbrado” se queda muy corto para
el caso que nos ocupa.
Durante
el verano, ardió un bosque en los Alpes Marítimos. Llegado el invierno y
disipadas las últimas humaredas del siniestro, los equipos forestales
inspeccionaron aquellas tierras calcinadas. Cuál fue su sorpresa al descubrir
lo que primero tomaron por un enorme pez en cuya piel negra y lisa las llamas
habían producido ampollas e hinchazones. Pero cuando lo examinaron se
percataron de que no se trataba en absoluto de un pez. Era un hombre-rana que
se había cocido en su traje, como una patata en su piel.
La
pregunta de Tournier no se hace esperar: “Pero ¿cómo diablos había podido ir a
perderse allí, a más de treinta kilómetros de la playa?” La respuesta es propia
de una pesadilla inverosímil.
Hubo que
rendirse a la horrible evidencia: los aviones de Canadair habían estado
viajando repetidamente entre el mar y el bosque en llamas, aspirando y
vertiendo masas de agua a cada viaje. Aquel pobre hombre debía estar entregado
a los discretos encantos de la pesca submarina, cuando fue literalmente tragado
por los enormes tubos de llenado de un avión, que absorben diez toneladas de
agua en veinte segundos. Unos minutos más tarde, era vomitado en pleno cielo,
encima de un bosque en llamas. ¡Qué aventura para un pacífico veraneante!
Concluye
Michel Tournier: “Había querido ser hombre-rana. Después de un breve episodio
como hombre-pájaro, helo aquí convertido en hombre-salamandra. El agua y el fuego.
La hidra y el dragón.”
Una de las tantas veces en que
la realidad supera la ficción.
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