En
varias ocasiones hemos recurrido en este mismo espacio –y lo seguiremos
haciendo- a las imperdibles reseñas bibliográficas de Wislawa Szymborska. Ahora
presentamos sus notas sobre la obra Antes
del diluvio de Herbert Wendt, una especie de historia de la paleontología,
de las que escogemos algunos fragmentos reveladores.
No puedo
resistirme a la tentación de narrar uno de los episodios de esa historia. No
será ni el más dramático ni el más importante, pero mi bolígrafo se estremece
ante él. Pues bien, en la segunda mitad del siglo pasado se descubrió que el
noreste de Estados Unidos era una verdadera mina de mamíferos y reptiles ya
extintos. El territorio dedicado a las excavaciones era gigantesco, y lo que se
excavó excedió con creces todo lo imaginado. Una auténtica fiebre se apoderó de
los paleontólogos y, en especial, de dos de ellos: Cope y Marsh. Ambos
procedían de familias ricas y sus respectivas fortunas sirvieron para sufragar
los costes de las expediciones.
Entre
ellos, y por razones estrictamente profesionales, comenzó a darse una franca
rivalidad.
Cierto
día se toparon en el estado de Kansas e, inmediatamente, sintieron una
irreconciliable enemistad mutua. En el lugar en donde cavaba uno, de repente,
comenzaba a cavar también el otro, y ambos reclamaban al mismo tiempo para sí
el derecho de exclusividad y preferencia. Cualquier cosa que no hallaran
cavando por sus propios medios, la compraban a intermediarios, esos mismos que
correteaban de uno a otro hinchando el valor de cada tibia. Al principio, la
rivalidad paleontológica mantenida entre estos dos caballeros solo buscaba
llegar a las revistas científicas; sin embargo, poco después se desbordó para
convertirse en una gran ola que llegaría hasta los periódicos. Estos dos
señores acabaron acusándose públicamente de cacería furtiva paleontológica y
espionaje paleontológico, por no hablar de plagio paleontológico, acusaciones
consecuencia de un temperamento paleontológico bien condimentado con ignorancia
paleontológica y una abundante ración de locura paleontológica.
No
presenta mayores dificultades a la escritora polaca poder imaginar algunas
escenas de esta animadversión.
“Esa
mandíbula es mía”, berreaba Marsh. “Esa cola es mía”, contestaba Cope
frunciendo el ceño. “Devuélveme mis huesos y no diré lo que eres”, pataleaba
Marsh. “¡Qué miedo!”, replicaba Cope. Probablemente muchas veces sintieron
ganas de coger, en un arrebato, cualquiera de las costillas petrificadas y
neutralizar a su adversario; desgraciadamente, las costillas tenían el tamaño
del intercolunio de un puente. En la disputa por la jurisdicción y el derecho
sobre los pterosaurios hallados intervinieron organizaciones científicas,
tribunales, instituciones sociales y políticas y, finalmente, el Senado. Los satíricos
tenían trabajo para rato.
La
enemistad concluyó con la muerte de uno de los adversarios (que sería extrañado
en forma inconsolable por su contraparte); continúa Szymborska.
Tras la
muerte de Cope, Marsh apenas le sobrevivió un par de estériles años más, puesto
que aquello no podía llamarse vida. Llegó entonces la hora de hacer balance del
trabajo de los dos científicos. Resultó entonces que los logros alcanzados
habían sido gigantescos, tanto por el tamaño como por su importancia para
futuras investigaciones.
Todo
parece indicar que esta manifiesta rivalidad contribuyó seguramente en forma
decisiva al desarrollo del conocimiento, lo que conduce a que Wislawa
Szymborska enuncie una interrogante fundamental.
La
pregunta que queda en el aire es si hubiesen obtenido mejores resultados
trabajando juntos y sin disputas. Sería necesario devolverlos a la vida de un
modo experimental en idénticas condiciones, sustituyendo solo la aversión mutua
por amistad. Imagino un millar de casos históricos a los que aplicar esta
resurrección dual.
Al
respecto concluye Szymborska
Pero como
esto aún no es posible, estoy obligada a aceptar con el corazón doliente y
afligido solo lo que soy capaz de conocer: Edward Drinker Cope y Othniel
Charles Marsh se odiaron, para provecho del resto.
De tal
manera que la rivalidad entre los científicos fue un motivo de consideración
para que ambos trabajaran con enorme dedicación, no sólo por el afán de saber
sino por obtener la primacía definitiva sobre su contrincante.
No
queda más que coincidir con tajante sentencia final: “se odiaron, para provecho
del resto”.
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