A
primera vista lo opuesto a “amigo” es “enemigo” pero sospecho que en realidad
entre estas dos palabras no puede haber ningún vínculo, ni siquiera el de la
oposición.
Hace
ya algún tiempo abordamos una faceta de este tema (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/2011/11/enemigos-la-medida.html),
en esta ocasión andaremos otros rumbos.
Parece
que para construir nuestra identidad (expresión que se las trae) siempre necesitamos
un grupo de pertenencia y también de un grupo hacia el cual dirigir la
animadversión. Y esto va de lo chico a lo grande (algún vecino en el condominio
donde vivimos, un compañero de trabajo, el equipo de futbol contrario, la
ciudad del otro lado del puente, el país fronterizo, otra religión, etc. Claro
está que para que todo fluya correctamente esta lógica requiere de un principio
universal: yo-nosotros somos los buenos, mientras que él-ellos son los malos.
Amos Oz da cuenta de su propia experiencia
Por aquellos
días ya no era un niño sino un virtuoso montón de argumentaciones. Un pequeño
chovinista en la piel de un pacifista. Un nacionalista hipócrita y lisonjero.
Un propagandista sionista de nueve años: nosotros éramos los buenos y los que
teníamos razón, nosotros éramos las víctimas inocentes, nosotros éramos David
contra Goliat, nosotros éramos el cordero en medio de una jauría de lobos,
nosotros éramos el cordero para el sacrificio, la cabra de la Hagadá de Pésaj,
la gacela de Israel, y ellos, todos ellos, ingleses, árabes y los demás
pueblos, eran la jauría de lobos, el mundo malvado, hipócrita y siempre
sediento de nuestra sangre: para ellos la vergüenza y la ignominia.
Agustín
Monterroso, por otra parte y con su habitual ironía, echa de menos la ausencia
de un enemigo: “A lo largo de mi vida, como escritor, me ha hecho mucha falta
vivir en un país al cual odiar, con habitantes, paisajes y todo.” Tal vez la
falta de enemigos seca la creación, afecta la inspiración.
Pero nada
más fácil que construir un enemigo, los ejemplos abundan y a este respecto Manuel
Rivas narra lo siguiente.
Lo que me
hace llorar de risa y reír de pena es un libro titulado Pequeño país. Es la primera novela, editada en España por
Salamandra, de un joven músico llamado Gaël Faye, nacido en Burundi, en 1982,
de madre ruandesa y padre francés.
El
prólogo es por sí solo una lección universal. Gaël, Gabriel, pregunta a su
padre por la causa de la guerra entre hutus y los tutsis. Van repasando las
posibles motivaciones. No hay nada que pueda explicar semejante animadversión.
—Entonces…
¿por qué están en guerra? —pregunta el niño.
—Porque
no tienen la misma nariz.
Y Gaël
escribe: “La conversación se detuvo ahí. De veras que aquel asunto era muy
extraño. Creo que papá tampoco lo entendía muy bien. A partir de aquel día,
empecé a fijarme en la nariz y en la estatura de la gente por la calle”. Cuenta
cómo los compañeros en la clase comenzaron a observarse las narices y a
acusarse de hutus o tutsis. Y cuando proyectaron la película Cyrano de Bergerac, alguien gritó en la
sala: “Mirad, con esa nariz, es un tutsi”. (…)
Así que
la producción del enemigo puede comenzar por una nariz. El problema, claro, no
son las narices. El problema está en esa voluntad de quienes necesitan crear un
enemigo para ocupar el poder e imponer una sociedad uniforme. Y si no
encuentran el enemigo, lo inventan. Les basta con una nariz.
En
aquel entorno –afirma Manuel Rivas- “(…) el niño Gaël llega a una conclusión
demoledora: ‘Algo diferente flotaba en el aire. Tuvieras la nariz que tuvieras,
podías olerlo’.”
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