Muchos son los
argumentos con que diversos autores subrayan la importancia de la lectura en
campañas que procuran invitar a ejercer un oficio tan poco frecuentado. Las
razones esgrimidas varían en forma considerable y en la amplia oferta hay para
todos los gustos. Las razones invocadas suelen reiterarse y ser muy previsibles
por lo que me ha llamado considerablemente la atención un texto de Juan José
Millás publicado en El País
(21/8/2016) bajo el título “A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas”. Me
permito transcribir una parte del mismo por tratarse de una propuesta muy
diferente.
El autor comenta
que con frecuencia lo invitan a dar charlas sobre la importancia de la lectura
en instituciones educativas de enseñanza media que en ocasiones están situadas
en entornos marginales. En su encuentro con los adolescentes, comienza
subrayando -contra lo que pudiera suponerse- el carácter transgresor que tiene
la lectura.
(…) y yo acudo, no siempre con el mismo ánimo, para
explicar a los jóvenes que la lectura es ya una de las pocas actividades
transgresoras en una sociedad en la que prácticamente todo está permitido. O,
peor aún, en una sociedad que es muy permisiva con lo que se debería prohibir y
muy prohibitiva con lo que debería permitir.
Luego, en forma
sorpresiva cambia de tema para compartir algunas observaciones citadinas que
son habituales.
Les explico que los lunes por la mañana, cuando
salgo a pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente
rotos los cristales de una o dos marquesinas de autobús y tres o cuatro
papeleras arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el
fin de semana por jóvenes que no son capaces de expresar su malestar de otro
modo. Odian el sistema y apedrean por tanto los símbolos externos de ese
sistema practicando un modo de delincuencia atenuada que les compensa
momentáneamente del dolor de vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral
o laboral, en un mundo loco.
Los autores de
tales destrozos consideran a sus actos como expresión de rebeldía y desafío al
sistema pero Juan José Millás ofrece una lectura muy diferente de los hechos.
Intento explicarles que lo que ellos toman como un
acto de rebelión fortalece al sistema hasta extremos que no podrían ni
imaginar. La sociedad, les explico, puede prescindir de otras personas, pero no
de los delincuentes. "El delincuente -decía Octavio Paz en un ensayo de
juventud- confirma la ley en el momento mismo de transgredirla". Les
explico que cuando beben cuatro cervezas y arrancan de raíz ese semáforo con el
que yo tropiezo el lunes por la mañana, están haciendo gratis algo por lo que
les deberían pagar. Estoy convencido, les digo, de que si un día, de la noche a
la mañana, desaparecieran los delincuentes, el Ministerio del Interior no
tardaría ni 48 horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas
esas vacantes.
El joven, pues, que el sábado por la noche se emborracha
y que al amanecer, antes de regresar a casa, llena de silicona la ranura de un
cajero automático para no irse a dormir sin haber contribuido a la liquidación
del sistema, no sabe hasta qué punto está contribuyendo a reproducir lo que
detesta. Ese chico no es peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja
gratis para el sistema. Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de
rutina con el que el funcionario de Hacienda nos dice que volvamos mañana.
Ante la afirmación
de que estas supuestas transgresiones en realidad son funcionales al sistema “los
chicos se quedan lógicamente sorprendidos” y a continuación Millás sigue con su
argumentación.
Les explico a continuación, porque así lo creo, que
el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un sábado por la
noche se queda en casa leyendo Madame Bovary.
Por lo general, no saben quién es madame Bovary, pero he comprobado les suena
bien, por lo que no suelo cambiar de título.
Ese individuo que se queda a leer Madame Bovary, les aseguro, es una
bomba. ¿Por qué?, noto que me preguntan con la mirada. Porque la realidad, les
explico, está hecha de palabras, de modo que quien domina las palabras domina
la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y no acaban de ver
la relación entre la realidad y las palabras.
Llegados a este
punto, Juan José Millás despliega –ante aquellos azorados jóvenes- la última
carta de su argumento.
Entonces les recuerdo el cuento aquel de Andersen, El rey desnudo, o El traje nuevo del emperador, según la traducción. Todos ustedes lo
conocen. No me digan que no les resulta sorprendente el éxito de ese relato si
consideramos que se narra en él la historia de un pueblo que ve vestido a un
señor que va desnudo. Parece una historia inviable por inverosímil, pero lleva
años cautivando a niños y a mayores de todas las nacionalidades. ¿Por qué?, me
pregunto en voz alta delante de los alumnos a los que intento convencer de las
bondades de la lectura. Pues porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras
unos segundos de tensión teatral, es lo que nos ocurre cada día desde la noche
a la mañana a todos y cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo
que nos dicen que veamos. Si la orden de ese día es ver al Rey vestido, lo
veremos vestido, aunque vaya en pelotas.
Es así como llega
al cierre de su presentación.
En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y
esto es así de simple y así de espectacular. Las palabras son generadoras de
realidad. Y la ausencia de palabras también. Por eso invito siempre a los
alumnos a preguntarse hasta qué punto es real la realidad.
Después de conocer
el contenido de su provocadora charla, no será difícil comprender los motivos que impulsan a las escuelas
a invitarlo a conversar con sus alumnos.
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