Un tópico frecuente en el mundo de la comunicación
tiene que ver con las diferencias entre el mensaje que se quiso transmitir y el
que elaboró el destinatario del mismo. Esto sucede -por ejemplo- en el campo de
la literatura, de las artes plásticas así como también en el cine; de este
último ámbito procede el caso que narra Simon Leys.
En el terreno de este tipo de malentendidos creadores,
recuerdo determinados públicos africanos cuya imaginación rayaba en lo genial.
En mi juventud, hice un curioso viaje a pie a una región desfavorecida del
Kwango, en el país de los bayaka. De vez en cuando venía allí, a los pueblos de
la sabana, un comerciante griego equipado con una camioneta y un grupo
electrógeno a organizar sesiones de cine ambulante (os hablo de antes de la
Independencia; pues hoy, aun en el supuesto de que siguiera habiendo griegos
emprendedores en la región, dudo que pudieran encontrar todavía pistas
practicables para llegar a esas remotas aldeas). Las películas que proyectaba
el griego eran viejas producciones de Hollywood con mujeres fatales, teléfonos
blancos y gánsteres con puros y trajes a rayas. ¿Contaban estas películas con
banda sonora? La verdad es que habría sido de escasa utilidad, pues los
espectadores sólo comprendían el kiyaka. En cambio, inventaban, a partir de
esas imágenes inciertas que bailaban en una pantalla improvisada en la noche
rechinante de insectos, unas epopeyas prodigiosas que sobrepasaban con creces
todo cuanto hubiera podido concebir nunca la imaginación de los guionistas de
Hollywood.
Pero sucede que la interpretación de la obra tiene que
ver también con el lugar atribuido a quienes resultan más próximos, más
familiares al público que asiste a la proyección. Por aquellos años –de acuerdo
con Leys- el papel que desempeñaban los actores con quienes más se identificaba
la platea era netamente secundario.
Los únicos actores negros que aparecían en las
películas estadounidenses de esa época eran invariablemente relegados a
insignificantes papeles de figurantes mudos: un portero de hotel, un
limpiabotas, la cocinera de una mansión, un mozo de equipajes, etcétera.
Sin embargo el público tenía otra versión de los
hechos, interpretaba en forma diferente las imágenes que veía.
Pero era en ellos en quienes se concentraba todo el
interés apasionado de los espectadores. A los ojos de éstos, se convertían en
los verdaderos héroes de la película: y, por otra parte, la propia rareza de
sus apariciones no hacía sino confirmar esta importancia oculta y fundamental
de sus papeles que les prestaba la inspiración colectiva de los espectadores.
Sus entradas en escena, excepcionales e inopinadas, eran saludadas cada vez con
una enorme ovación, y siempre estaban precedidas de una intensa espera. A veces
ocurría que el figurante negro desaparecía definitivamente después de haber
salido nada más que una vez, pero ¡no importaba! Ello significaba que se volvía
más libre de continuar sus fabulosas aventuras en esa otra película, invisible
y soberbia, de la que la pantalla no mostraba más que el pobre envés.
No falta razón a Simon Leys cuando al abordar este
tema considera que “hay obras que ganan al no ser comprendidas” o, podríamos
añadir, al ser comprendidas de otra manera.
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