miércoles, 16 de octubre de 2019

A la hora de interpretar


Un tópico frecuente en el mundo de la comunicación tiene que ver con las diferencias entre el mensaje que se quiso transmitir y el que elaboró el destinatario del mismo. Esto sucede -por ejemplo- en el campo de la literatura, de las artes plásticas así como también en el cine; de este último ámbito procede el caso que narra Simon Leys.

En el terreno de este tipo de malentendidos creadores, recuerdo determinados públicos africanos cuya imaginación rayaba en lo genial. En mi juventud, hice un curioso viaje a pie a una región desfavorecida del Kwango, en el país de los bayaka. De vez en cuando venía allí, a los pueblos de la sabana, un comerciante griego equipado con una camioneta y un grupo electrógeno a organizar sesiones de cine ambulante (os hablo de antes de la Independencia; pues hoy, aun en el supuesto de que siguiera habiendo griegos emprendedores en la región, dudo que pudieran encontrar todavía pistas practicables para llegar a esas remotas aldeas). Las películas que proyectaba el griego eran viejas producciones de Hollywood con mujeres fatales, teléfonos blancos y gánsteres con puros y trajes a rayas. ¿Contaban estas películas con banda sonora? La verdad es que habría sido de escasa utilidad, pues los espectadores sólo comprendían el kiyaka. En cambio, inventaban, a partir de esas imágenes inciertas que bailaban en una pantalla improvisada en la noche rechinante de insectos, unas epopeyas prodigiosas que sobrepasaban con creces todo cuanto hubiera podido concebir nunca la imaginación de los guionistas de Hollywood.

Pero sucede que la interpretación de la obra tiene que ver también con el lugar atribuido a quienes resultan más próximos, más familiares al público que asiste a la proyección. Por aquellos años –de acuerdo con Leys- el papel que desempeñaban los actores con quienes más se identificaba la platea era netamente secundario.

Los únicos actores negros que aparecían en las películas estadounidenses de esa época eran invariablemente relegados a insignificantes papeles de figurantes mudos: un portero de hotel, un limpiabotas, la cocinera de una mansión, un mozo de equipajes, etcétera.

Sin embargo el público tenía otra versión de los hechos, interpretaba en forma diferente las imágenes que veía.

Pero era en ellos en quienes se concentraba todo el interés apasionado de los espectadores. A los ojos de éstos, se convertían en los verdaderos héroes de la película: y, por otra parte, la propia rareza de sus apariciones no hacía sino confirmar esta importancia oculta y fundamental de sus papeles que les prestaba la inspiración colectiva de los espectadores. Sus entradas en escena, excepcionales e inopinadas, eran saludadas cada vez con una enorme ovación, y siempre estaban precedidas de una intensa espera. A veces ocurría que el figurante negro desaparecía definitivamente después de haber salido nada más que una vez, pero ¡no importaba! Ello significaba que se volvía más libre de continuar sus fabulosas aventuras en esa otra película, invisible y soberbia, de la que la pantalla no mostraba más que el pobre envés.

No falta razón a Simon Leys cuando al abordar este tema considera que “hay obras que ganan al no ser comprendidas” o, podríamos añadir, al ser comprendidas de otra manera.

No hay comentarios: