Actualmente se alude con frecuencia a que relatos que
eran ciencia ficción hasta anteayer, hoy se transforman en simples crónicas del
acontecer cotidiano. Desconozco quien, en este mismo sentido, fue el primero en
afirmar que buena parte de la ciencia ficción del pasado se ha convertido en
literatura de antelación o anticipación.
Los ejemplos a este respecto abundan y uno de ellos es
el que describe Ingrid Sarchman.
(…) Neil Harbisson, artista y activista inglés que
nació con un tipo de daltonismo que le impide ver colores, inventó un
dispositivo para oírlos, incluso los invisibles al ojo humano, como los rayos
ultravioletas o los infrarrojos. El “ojo electrónico musical” que tiene forma
de antena está injertado de forma permanente dentro del cráneo y puede
conectarse a Internet mediante wifi y hasta recibir llamadas telefónicas.
Todo iba bien hasta que Neil tuvo que enfrentar la
normatividad propia de la burocracia, tal como cuenta Sarchman: “El problema
llegó al momento de renovar la foto de su pasaporte porque, según la legislación
de Gran Bretaña, en la foto del documento no se puede portar nada ajeno al
cuerpo.” La cuestión no era sencilla pero se resolvió a su favor y creó
jurisprudencia en la materia.
Tras unas semanas de gestiones por parte de
científicos e intelectuales de su país, Harbisson no sólo logró la
autorización, sino que fue el primer cyborg reconocido por un país desde el
2004. Apenas unos años después aparecerán en el mercado los “weareables”, un
conjunto de dispositivos electrónicos que se adosan al cuerpo para, en primera
instancia, suplir falencias, pero también para potenciar capacidades innatas.
Recuerdo haber escuchado hace algunos años en un
programa de radio a un científico que sostenía que ciertos dispositivos en el
pasado (por ejemplo un aparato para sordos) procuraban sustituir de la mejor
manera -claro que en notable inferioridad de condiciones- a una función natural
pero, agregaba, que gracias a recientes avances en ciencia y tecnología ahora
estos aparatos cumplían mejor con la función que el órgano natural.
Regresemos a Ingrid Sarchman quien se refiere a otro
caso, el de Chris Dancy.
Considerado actualmente, el hombre más conectado del
mundo, tiene once dispositivos incrustados que le permiten, entre otras cosas,
medir la presión sanguínea, el peso, la temperatura, el balance de nutrientes
en sangre, cantidad de azúcar y el monitoreo de sus órganos. El año pasado
[2017], la firma financiera Bloomberg lo calificó como el “hombre más
cuantificado del mundo”, indicando que la vida y la existencia pueden, a partir
de la tecnología adecuada, ser conroladas en todas sus dimensiones.
Así pues esta nueva etapa permite –tal como lo señala
Sarchman- aproximarnos con esperanza a ciertas utopías, al tiempo que no está
exenta de acercarnos peligrosamente a la posibilidad de que ciertas pesadillas
se hagan realidad.
Sin embargo, Dancy simboliza mucho más que eso,
representa la utopía de Harari de pasar de lo humano a lo divino. De la misma
forma que el fallo judicial que le otorgó el reconocimiento a Harbisson, estos
cuerpos hechos de carne, hueso y bytes son los nuevos monstruos. Unos más
amables y agradables a la vista pero que nos enfrenta, de la misma manera que a
Frankenstein, con la evidencia de que la técnica es mucho más que un conjunto
de procedimientos.
Habrá que estar atentos, hasta que nos alcance la
vida, para ver por dónde sigue todo esto.
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