Sucede
con mucha frecuencia.
En un principio a alguien se le ocurre y mientras es novedad constituye un recurso atractivo. Pero al tiempo se pone de moda y lo que en un momento fue innovador ahora se convierte en algo rutinario, previsible, sin chiste. Me refiero a la pregunta: ¿Qué libro llevaría en caso de naufragio a una isla desierta?
En un principio a alguien se le ocurre y mientras es novedad constituye un recurso atractivo. Pero al tiempo se pone de moda y lo que en un momento fue innovador ahora se convierte en algo rutinario, previsible, sin chiste. Me refiero a la pregunta: ¿Qué libro llevaría en caso de naufragio a una isla desierta?
Muy a
su estilo, Enrique Vila-Matas ironiza sobre el punto.
Qué raro. Un año y
medio sin que nadie me pregunte qué libros llevaría a una isla desierta. Y
cinco desde que quisieron saber qué opinaba sobre la manía de preguntar por los
libros que me llevaría a la isla desierta.
Quienes saben que en razón de su trayectoria o
popularidad pudieran ser acosados por enésima vez con la misma pregunta, procuran
-en acto de legítima defensa- encontrar una respuesta decorosa que les permita
salir del trance. Tal fue el caso del escritor Eduardo Mendoza quien, citado
por Luis Chitarroni, respondió: “Preferiría ahogarme en el naufragio”.
Otra opinión al respecto es la de Rodrigo Fresán quien
-mediante su personaje Rodríguez- al tiempo que reflexiona acerca de “¿cómo
impedir que un libro no se moje entre lo profundo y la orilla?”, formula una repregunta:
“¿No existirá la posibilidad, señores agentes de lit-turismo, de naufragar en
una isla desierta, sí, pero que incluya bien nutrida biblioteca?”
Mi respuesta
preferida fue la de G.K. Chesterton (¡siempre Chesterton!) quien –tal como lo
narra Alberto Manguel- admitió que llegado a ese extremo “desearía tener
consigo un Manual de construcción de
embarcaciones.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario