Es algo más que sabido: existen
emociones, sentimientos, situaciones, paisajes, que es imposible poner en
palabras. El lenguaje -tan fundamental para la conformación de la identidad
personal así como para lograr una mejor convivencia social- tiene severas limitaciones
ya que a veces las palabras resultan ineficaces y comunican a manera de triste
remedo aquello que quiso ser dicho. En síntesis, con las palabras nos
aproximamos a las realidades y hasta ahí llegamos. Claro, no es poca cosa.
Vayan algunos ejemplos, de
diferente tipo, para ilustrar el punto.
Acaba de culminar el año escolar y en
esta temporada son habituales las fiestas de fin de curso. Por la calle uno se
encuentra en estos días con la alegría así como el orgullo reflejado en el
rostro de niños y padres que portan con extremos cuidados el diploma obtenido.
No puedo describir con precisión esas escenas cuyos detalles las vuelven
únicas.
Hace unos meses en una noche apacible
y totalmente despejada en el Cabo Polonio, tuve la total convicción que el
cielo que estaba viendo era imposible de describir en palabras. ¿Cómo comunicar
aquel escándalo estelar a quien en ese momento no estuviera allí?
El mes pasado fui a trabajar a la
ciudad de Oaxaca. Tanto el sabor como el aroma del desayuno compartido en la
ocasión con un grupo de colegas, resultó inenarrable (en este caso tanto por la
vía de las palabras como de las imágenes ya que las fotos del evento se quedan
muy cortas para dar cuenta de lo que fue aquello).
El otro ejemplo, muy triste,
aconteció ayer. Asistí a un evento cultural y en el momento de ingresar
coincidí con una señora y un par de muchachos (su edad podría ir de los 18 a
los 25 años). Bastaba con verlos y escucharlos para darse cuenta que los tres tenían
problemas psiquiátricos severos aunados seguramente a discapacidades de otro
tipo. La convivencia entre ellos era muy dificultosa. Si acaso alguna, ¿qué
relación familiar los une? ¿Dónde viven? ¿Cómo transcurren sus días? ¿Tienen
familiares o personas cercanas que los acompañan? Imposible decir más. Solo
admitir la angustia que me invadió y la incapacidad para describir aquel cuadro
de la cotidianeidad que en algo me recordó a “El castillo de la pureza”.
He comentado estas situaciones con
la plena convicción de que por más palabras que agregue, en ninguno de los
casos podré comunicar lo que viví. Como no renuncio a intentarlo, nuevamente
descubro mi ingenuidad al creer que puedo transmitir aquello que simplemente no
se puede decir. Comentaba al inicio que esto no es nada original y ha interesado
a muchos autores, entre ellos a Jorge Sans Vila que comparte su vivencia al
respecto.
“¡Qué
inefable!”, repetía como muletilla en medio de una cháchara incansable,
inoportuna e inaguantable.
Estábamos
visitando un monasterio.
Al ya
abominable contrasentido de avanzar en rebaño, apresuradamente, con las
explicaciones que no explican casi nada que un guía que no guía pronuncia, se
sumó la atosigante incontinencia verbal de una señora imposible.
Hasta que
al llegar al claustro un joven que venía a mi lado acabó por hartarse y le dijo
con contenida ira: “Señora, ¿sabe qué quiere decir “inefable”? Indecible, que
no se puede decir. Así que si esto es inefable, cállese”.
Por su parte, Solange Cameuër asume
que la disociación entre lenguaje y hechos existe desde siempre. “El conflicto
entre lenguaje y hechos es histórico simplemente porque lenguaje y mundo son
sustancias heterogéneas o, en otras palabras: el mundo hace ruido pero no
habla, mientras que el lenguaje se empeña en nombrar y narrar lo mudo.” Cuando
las palabras no dicen cada quien debe encontrar la mejor de las salidas
posibles y en relación a ello sostiene José Jiménez Lozano que “cuando santa Teresa no sabía muy bien cómo expresar
exactamente lo que pensaba o sentía, escribía: ‘a esto llamo yo’.”
Otro
testimonio acerca del tema lo comparte Marcelo Fuentes quien, en carta a Daniel
Capó, trasmite sus peripecias en el propósito de pintar un jardín con los diversos
tonos de verde que veía.
En mis
comienzos me gustaba pintar en el jardín. Pronto me asombraría ver que cada
planta tiene su propio verde y que dentro de cada planta hay muchos verdes y
que cada hora del día cambia la temperatura de los verdes y que estos cambian
de lugar y que la cercanía de otros verdes produce otros más y que todo en conjunto produce sombras con verdes
que ya no son verdes. Y que yo no era el mismo cada vez y todos los verdes de
pronto eran otros.
Quien
comienza a pintar un jardín, puede verse inundado de esta complejidad y acaba
por dotar al lienzo de un sinnúmero de detalles. Se va uno por las ramas y
convierte todo aquello en un sinsentido. (…)
Es la
mente la que quiere atrapar, en permanente estado de carencia, el botín de la
realidad. Y no es con la mente con la que se puede pintar un jardín, pensando
un jardín. Ella sólo se recrea a sí misma sin un atisbo de brisa, de perfume.
De
esta manera llega el pintor a los límites de sus propios saberes, lo que lo
lleva a expresar con toda humildad: “Tal vez no pueda pintarse un jardín.”
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