miércoles, 30 de octubre de 2019

El límite de las palabras


Es algo más que sabido: existen emociones, sentimientos, situaciones, paisajes, que es imposible poner en palabras. El lenguaje -tan fundamental para la conformación de la identidad personal así como para lograr una mejor convivencia social- tiene severas limitaciones ya que a veces las palabras resultan ineficaces y comunican a manera de triste remedo aquello que quiso ser dicho. En síntesis, con las palabras nos aproximamos a las realidades y hasta ahí llegamos. Claro, no es poca cosa.
Vayan algunos ejemplos, de diferente tipo, para ilustrar el punto. 
Acaba de culminar el año escolar y en esta temporada son habituales las fiestas de fin de curso. Por la calle uno se encuentra en estos días con la alegría así como el orgullo reflejado en el rostro de niños y padres que portan con extremos cuidados el diploma obtenido. No puedo describir con precisión esas escenas cuyos detalles las vuelven únicas. 
Hace unos meses en una noche apacible y totalmente despejada en el Cabo Polonio, tuve la total convicción que el cielo que estaba viendo era imposible de describir en palabras. ¿Cómo comunicar aquel escándalo estelar a quien en ese momento no estuviera allí?  
El mes pasado fui a trabajar a la ciudad de Oaxaca. Tanto el sabor como el aroma del desayuno compartido en la ocasión con un grupo de colegas, resultó inenarrable (en este caso tanto por la vía de las palabras como de las imágenes ya que las fotos del evento se quedan muy cortas para dar cuenta de lo que fue aquello).
El otro ejemplo, muy triste, aconteció ayer. Asistí a un evento cultural y en el momento de ingresar coincidí con una señora y un par de muchachos (su edad podría ir de los 18 a los 25 años). Bastaba con verlos y escucharlos para darse cuenta que los tres tenían problemas psiquiátricos severos aunados seguramente a discapacidades de otro tipo. La convivencia entre ellos era muy dificultosa. Si acaso alguna, ¿qué relación familiar los une? ¿Dónde viven? ¿Cómo transcurren sus días? ¿Tienen familiares o personas cercanas que los acompañan? Imposible decir más. Solo admitir la angustia que me invadió y la incapacidad para describir aquel cuadro de la cotidianeidad que en algo me recordó a “El castillo de la pureza”.
He comentado estas situaciones con la plena convicción de que por más palabras que agregue, en ninguno de los casos podré comunicar lo que viví. Como no renuncio a intentarlo, nuevamente descubro mi ingenuidad al creer que puedo transmitir aquello que simplemente no se puede decir. Comentaba al inicio que esto no es nada original y ha interesado a muchos autores, entre ellos a Jorge Sans Vila que comparte su vivencia al respecto.
“¡Qué inefable!”, repetía como muletilla en medio de una cháchara incansable, inoportuna e inaguantable.
Estábamos visitando un monasterio.
Al ya abominable contrasentido de avanzar en rebaño, apresuradamente, con las explicaciones que no explican casi nada que un guía que no guía pronuncia, se sumó la atosigante incontinencia verbal de una señora imposible.
Hasta que al llegar al claustro un joven que venía a mi lado acabó por hartarse y le dijo con contenida ira: “Señora, ¿sabe qué quiere decir “inefable”? Indecible, que no se puede decir. Así que si esto es inefable, cállese”.

Por su parte, Solange Cameuër asume que la disociación entre lenguaje y hechos existe desde siempre. “El conflicto entre lenguaje y hechos es histórico simplemente porque lenguaje y mundo son sustancias heterogéneas o, en otras palabras: el mundo hace ruido pero no habla, mientras que el lenguaje se empeña en nombrar y narrar lo mudo.” Cuando las palabras no dicen cada quien debe encontrar la mejor de las salidas posibles y en relación a ello sostiene José Jiménez Lozano que “cuando santa Teresa no sabía muy bien cómo expresar exactamente lo que pensaba o sentía, escribía: ‘a esto llamo yo’.” 
Otro testimonio acerca del tema lo comparte Marcelo Fuentes quien, en carta a Daniel Capó, trasmite sus peripecias en el propósito de pintar un jardín con los diversos tonos de verde que veía.
En mis comienzos me gustaba pintar en el jardín. Pronto me asombraría ver que cada planta tiene su propio verde y que dentro de cada planta hay muchos verdes y que cada hora del día cambia la temperatura de los verdes y que estos cambian de lugar y que la cercanía de otros verdes produce otros más y que  todo en conjunto produce sombras con verdes que ya no son verdes. Y que yo no era el mismo cada vez y todos los verdes de pronto eran otros.
Quien comienza a pintar un jardín, puede verse inundado de esta complejidad y acaba por dotar al lienzo de un sinnúmero de detalles. Se va uno por las ramas y convierte todo aquello en un sinsentido. (…)
Es la mente la que quiere atrapar, en permanente estado de carencia, el botín de la realidad. Y no es con la mente con la que se puede pintar un jardín, pensando un jardín. Ella sólo se recrea a sí misma sin un atisbo de brisa, de perfume.
De esta manera llega el pintor a los límites de sus propios saberes, lo que lo lleva a expresar con toda humildad: “Tal vez no pueda pintarse un jardín.”

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