Antes que nada una advertencia: si le molestan las
cosas de mal gusto, no lea este artículo.
Es un lugar común hablar del deterioro de la cultura, la
degradación de las costumbres, la pérdida de cortesía en nuestro tiempo. Que
antes no era así, que había otro refinamiento, etc., etc. Si esto es verdad, debemos
reconocer que siempre han existido las excepciones.
Veamos, la situación nos es dada a conocer por José
Luis Melero en un artículo al que títuló: “Una historia escatológica”. ¿Quién
era el personaje en cuestión?
Se presentaba ante el público con chaqueta de paño
rojo, con cuello de seda del mismo color y pajarita blanca; calzones de satén
negro ceñidos en las rodillas, haciendo juego con unas medias también negras;
zapatos Richelieu de charol, y unos
guantes blancos en la mano. Y también otras veces vistió de frac y mudó el
color de las medias por el blanco. Se llamaba Joseph Pujol, descendía de
catalanes, y su nombre artísico era El Pedómano. Fue uno de los más grandes
“artistas” que han pasado por el Moulin Rouge y el rey de la noche de París
entre 1892 y 1900.
Permítame insistir: si usted es muy delicado y aún no
abandonó la lectura, le sugiero que no espere más, ¡hágalo inmediatamente!
Continúa Melero
Su ano tenía tal elasticidad que lo abría y cerraba a
voluntad, absorbiendo por él todo el líquido que quisieran ponerle en una
palangana. Con el calzoncillo agujereado en el sitio preciso, se sentaba sobre
el acetre lleno de agua hasta el borde, absorbía el agua y seguidamente la
expulsaba, tantas veces como quería. Una vez así purificado, expulsaba gases
inodoros, es decir, se tiraba pedos a discreción, formando con ellos música y
modulando sonidos, desde los más imperceptibles hasta los más agudos, según la
forma de contraer sus músculos. Y así se ventaba como un tenor o como un
barítono, como un bajo o como un cantante de música ligera. Tan extravagantes
aptitudes hicieron que sus ventosidades musicales adquirieran nombres propios
por los que ya eran conocidas: el pedo del albañil, el de la recién casada, el
del cañonazo, el del tren… y el de la modista, que duraba unos diez segundos e
imitaba a la perfección el ruido de una tela cuando se rasga. También fumaba
cigarrillos y tocaba la flauta con el culo (en
especial fragmentos de Le bon rei
Dagobert y Au clair de la lune) y terminaba su espectáculo apagando a pedos
algunas candilejas del proscenio.
Evidentemente no todos los espectáculos que se
presentaban en París por aquellos entonces eran de altos vuelos culturales, en
el sentido clásico de la expresión. Por otra parte, y de acuerdo con lo que cuenta
Melero, hoy diríamos que el dueño del Moulin Rouge era un extraordinario
publicista.
Josep Oller, dueño del Moulin Rouge, organizó una gran
puesta en escena y, como el público se retorcía literalmente de risa y las
carcajadas hacían que algunas señoras que vestían ajustados corsés sufrieran no
poco sofocos, contrató a unas enfermeras de inmaculados uniformes blancos para
atender los ataques de risa, y las colocó en la sala a la vista de todos. La
noticia de la presencia de aquellas enfermeras en el famoso cabaré corrió como
la pólvora, y a los pocos días todo París sabía que nuestro “pedómano” hacía
reír tanto al público que la dirección se había visto obligada a establecer un
servicio de enfermería para atender a los afectados. A la vista está que Josep
Oller era todo un experto diseñando estrategias de marketing. Y por si esto fuera poco, para que todos vieran que no había
trampa ni cartón, disponía también de una comparsa que subía al escenario,
exagerando su incredulidad, para comprobar que el “artista” no utilizaba ningún
truco ni guardaba nada en sus calzones.
Finalmente José Luis Melero da cuenta que el
espectáculo de Joseph Pujol se presentó en varios países hasta su retiro que
coincidió con el inicio de la Gran Guerra.
Pujol, que viajó con su espectáulo por muchos países
(llegó incluso a trabajar en El Cairo), se retiró en 1914 y, al concluir la
primera gran guerra, se instaló primero en Marsella y luego en Toulon, donde
montó unos negocios de panadería. Murió en 1945, a los 88 años, y continuó
hasta el final, después de cada deposición, absorviendo por el ano dos litros
de agua templada de una palangana, ahora ya solo con fines higiénicos.
En fin, queda de manifiesto que antes no todo era tan
refinado como a veces creemos.
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