Hace
tiempo que en este espacio dedicamos un artículo a los prólogos (http://habladuriacronicasdelocotidiano.blogspot.com/search/label/prólogos).
Ahora trataremos de un prólogo que no lo es.
La
escritora Mercedes Pinto le pidió al también escritor y diplomático José Rubén
Romero que escribiera el prólogo para su libro Él (México, Editorial B. Costa-Amic, 3ª ed., 1948). Cabe acotar que
dedicamos algunos artículos tanto a Mercedes Pinto como a la obra mencionada.
El
prólogo inicia con una reflexión acerca del lugar que suele ocupar en la obra
publicada.
Tengo
ideas muy personales respecto al papel que desempeñan los prólogos en los
libros. Muchas veces un prólogo malo es capaz de matar un buen libro. Cuando yo
comencé a leer asiduamente, leía los libros desde el prefacio hasta el epílogo,
pero poco a poco vine a darme cuenta de que el prólogo –generalmente ajeno- me
restaba voluntad para continuar la lectura ya fuera porque me daba a conocer
una parte del argumento de la obra y, por lo tanto me quitaba interés o porque
la opinión del prologuista pocas veces resultaba de acuerdo con la mía.
De tal
forma que el prólogo en vez de ser una ayuda puede convertirse –y lo hace con
frecuencia- en un obstáculo para disfrutar la obra. Pero hay otras cuestiones –señala
J. Rubén Romero- que perjudican al lector.
Los
elogios contenidos en un prólogo ajeno suenan un poco a moneda falsa y las
censuras, por más discretamente que se expongan previenen desagradablemente al
lector. Esto me recuerda un caso curioso en los anales de la diplomacia.
Refieren que llegó a un [país] oriental un enviado europeo debidamente
acreditado con las cartas autógrafas que en estos casos son de rigor, copias de
cuyas cartas presentó en la Cancillería del país a que iba destinado. Pasaron
largos días sin que se le anunciara la fecha en que solemnemente sería recibido
por el Jefe del Oriental País, y al inquirirlo, un alto funcionario le contestó
que su Soberano desistía de admitirlo a su presencia en virtud de que las
cartas credenciales pedían disculpas anticipadas de cualquier falta que en su
labor pudiera cometer el Embajador y en prevención de que incurriera en alguna
se cancelaba su agreement para no
exponer al Emperador a una descortesía del plenipotenciario.
Haciendo
un paralelo con esta experiencia de su vida diplomática, Romero afirma que “es
frecuente que con las explicaciones del prólogo el lector cierre el libro sin
leerlo”, por lo que al llegar a este punto se encuentra en una encrucijada porque
si escribe lo habitual en estos casos, llegaría a contradecirse en forma
flagrante. Ante ello optó por otro camino, no referirse al libro sino a la
autora.
Yo no
quiero salirme de mis costumbres literarias emitiendo en un prólogo de circunstancias
opiniones sobre “Él”. Que el curioso lector avance por sus páginas sin que le
sirva de guía. No soy Virgilio para bajar al infierno de una vida torturada
llevando a Dante de la mano. Pero si por las razones impersonales que expongo
no presento a “Él”, si me siento obligado a hablar tiernamente de “ella”, de
ella que merece un pedestal como mujer generosa y como madre abnegada, como
luchadora incansable en beneficio de la humanidad, como escritora sincera y
profunda cuya inquietud es capaz de remover el mundo, y “ella” claro está, es
Mercedes Pinto a quien muchas gentes conocen y admiran, pero no tanto como ella
se merece. (…)
Yo conocí
a Mercedes Pinto en la Habana y alguna vez tuve la tentación de escribir una
novela inspirada en su vida, pero me faltaron alientos para emprender un
trabajo tan grande, porque la vida de Mercedes es grande y fecunda y yo no
tengo las facultades psicológicas que se requieren para hacer una obra maestra.
Que lo intente quien tenga fuerza para ello, con la certidumbre de que tiene
cantera suficiente para hacerse famoso. Yo, me resigno con trazar estas líneas
tan pobres de expresión (…)
En lo
dicho, estamos ante un prólogo muy poco convencional.
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